AROVITE 15/03/17
MARÍA JIMÉNEZ
Fue la mañana del Día de la Paz de 1998. En el colegio estaba todo preparado: un discurso, quizá alguna canción y unas cuantas palomas que se soltarían al aire. Cuando esperábamos a que empezara, una profesora se acercó y nos dijo que la noche anterior en Sevilla ETA había matado a un matrimonio y que tres niños como nosotros se habían quedado huérfanos. “Así celebran algunos la paz”, sentenció. A mediodía, en el informativo de Antena 3 contaron con detalle cómo había sido el asesinato de Alberto Jiménez Becerril y de Ascensión García. Incluyeron las declaraciones de una de las abuelas, que dijo que sus nietos aún no sabían que se habían quedado sin padres. La más pequeña tenía cuatro años.
Desde el patio de mi colegio hasta el lugar más al sur del País Vasco había unos mil kilómetros de distancia. Hasta aquel 30 de enero de 1998 yo apenas había oído hablar del terrorismo de ETA, más allá de algunas imágenes de la liberación de José Antonio Ortega Lara o de la conmoción por el asesinato a cámara lenta de Miguel Ángel Blanco. Hasta ese día. Entonces supe que los asesinos estaban cerca, apenas a una hora de mi casa, que habían dejado a tres niños sin padres y que esos niños eran como yo. Y sentí miedo.
No volví a tener esa sensación hasta 2008, cuando ETA puso un coche bomba con ochenta kilos de explosivos en la Universidad de Navarra. El vehículo estaba aparcado a apenas unos metros del lugar por el que había pasado todos los días en los dos años anteriores. Durante unos segundos no supe dónde estaban algunos de mis amigos o de mis profesores y tuve la seguridad de que la explosión se había llevado a alguno por delante. También lo pensaron muchos padres, como los míos, que vieron los minutos después del atentado en directo por televisión y que experimentaron un fenómeno exclusivo de los progenitores consistente en que a mayor distancia de sus hijos, mayor es la angustia que experimentan. Por suerte me equivoqué y no hubo muertos ni heridos graves, los padres se sobrepusieron del susto y algunos hijos nos hicimos mayores de repente.
Mi particular kilómetro de proximidad con ETA apareció definitivamente ese 30 de octubre de 2008. Mi atención se centró en la banda, en por qué habían atentado en mi Universidad y en por qué un estudiante podía ser un objetivo de una organización terrorista. Javier Marrodán, entonces director de la revista Nuestro Tiempo, me dio la oportunidad de participar en un reportaje que reconstruía las 24 horas que rodearon al atentado. Entonces no podía imaginar que unos años después me llamaría para que volviera a Pamplona y participara en “el trabajo de nuestras vidas”. Se llamó Relatos de plomo y gracias a él entrevistamos a más de cincuenta personas que habían sido víctimas del terrorismo. El resultado fueron tres libros, más de mil páginas, varios centenares de fotografías, un documental y unas cuantas lecciones aprendidas.
Relatos de plomo fue un trabajo periodístico, pero no sólo periodístico. Las personas a las que entrevistamos nos permitieron sacar a la luz episodios soterrados de su pasado, poner nombres y apellidos a centenares de noticias que un día ocuparon un hueco en un periódico y calibrar el alcance de las consecuencias que el terrorismo había dejado en sus familias. En otras palabras, nos permitieron asomarnos a lo que la escritora Svetlana Alexievich llama el “descenso a los infiernos” o a lo que Victor Hugo denominó “las casamatas impenetrables” donde residen “las evoluciones secretas de las almas”.
En ese proceso encontramos situaciones difíciles, como cuando María José tuvo que enfrentarse a sus mellizos de cinco años para contarles que su padre no iba a volver; cuando Kiko decidió hablar por primera vez del asesinato de su madre y se abrió en canal como nunca antes lo había hecho; o cuando Carmen se deshizo relatando la depresión en la que se había hundido su madre después de que ETA la dejara viuda.
También descubrimos comportamientos valientes, ejemplares: Olvido, después de que mataran a su hijo, decidió ocupar su tiempo como voluntaria en un hospital y se dio cuenta de que no era ella la única que sufría; Martina optó por seguir viviendo en el asfixiante ambiente de su pueblo y hasta se armó de valor para plantarse en el pleno municipal que pretendía apoyar a los terroristas recién detenidos por matar a su hermano; y Marina eligió no odiar a los asesinos de su hermano porque porque tenía la convicción de que en el fondo de sus conciencias cargaban con el peso de haber hecho lo peor que puede hacer un ser humano. Javier tenía razón: fue el trabajo de nuestras vidas.
Después he seguido conviviendo con las historias de otras personas como la de Conchi, que no dudó en acudir a su pueblo, Alsasua, y plantar cara a las centenares de personas que apoyaban a los agresores de dos guardias civiles y sus novias; la de Consuelo, que soportó durante años los disparos de odio de la frase “Ordóñez, devuélvenos la bala” y sigue batallando por vestir de dignidad a una sociedad dispuesta a pasar página y olvidar deprisa; o la de Fernando, que lucha contra sus fantasmas sin dejar de recordar a miles de personas en las redes sociales que hay más de 300 asesinatos, incluido el de su padre, que nunca se han resuelto y que es, simplemente, una injusticia.
El periodismo tiene la ventaja de que te acerca a biografías inesperadas, pero también te pone en algunos aprietos. Uno de ellos consiste en intentar estar a la altura de tus entrevistados. Es un reto difícil porque tengo el convencimiento de que, si me hubiese pasado a mí, yo no habría sido tan valiente como Consuelo o como Martina, tan fuerte como María José o tan buena como Olvido. Pero, si algo he aprendido gracias a estas personas, es que no basta con resignarse.
Como periodista, y a ratos como investigadora, solo se me ha ocurrido una opción: poner voz a sus vivencias. No se trata únicamente de una estrategia narrativa, ni siquiera de la obligación histórica de dar a los protagonistas de una época el lugar que merecen. Se trata, en realidad, de una exigencia moral. En otro contexto y con mayor trascendencia, estas personas sintieron un día la urgencia moral de hacer algo pese a que nada garantizaba el éxito de su causa. Ahora, cuando está en juego qué versión de la Historia con mayúscula del terrorismo va a quedar fijada para las nuevas generaciones, hay quien siente de nuevo que debe tomar cartas en el asunto. Los periodistas ya tienen, ya tenemos, un papel asignado: contar lo que ocurrió. No se trata de cambiar el pasado, sino de contribuir, con su relato, a una cierta justicia retroactiva para que lo que pasó no caiga en el olvido ni vuelva a repetirse.
María Jiménez es periodista y jefa de prensa de COVITE, el Colectivo de Víctimas del Terrorismo. Es coautora de Relatos de plomo, una obra en tres volúmenes sobre la historia del terrorismo en Navarra.