Jesús Casquete, EL CORREO, 14/4/12
La lucha banderiza por retorcer el lenguaje que ha protagonizado el nacionalismo radical tiene poco de novedoso
Bien podría ser una cuestión de pupilas, de una forma de mirar. Me refiero a si los presos etarras son presos políticos. El penúltimo capítulo en este debate ya añejo lo escribió el Ministerio del Interior con la prohibición a esos reclusos de expedir su correspondencia con una coletilla tal. El espectro ultraabertzale no alberga duda alguna sobre lo oportuno y veraz de la rúbrica. Su pertinaz martilleo para forjar un lenguaje preñado de circunloquios, eufemismos, ejercicios de estilo varios y, torsión mediante, conceptos biensonantes colonizados sin pudor (libertad, democracia, pueblo…) ha tenido en la etiqueta susodicha uno de sus caballos de batalla predilectos desde hace décadas. Desde su marco categorial y moral, los etarras no serían terroristas que han volcado su empeño mortífero en erradicar de su eusko-jardín imaginado categorías enteras antes definidas como sobrantes. Tampoco serían responsables de recurrir al método muestral para aterrorizar a la población: un agente de seguridad hoy, un juez o jueza mañana, un representante político otro día, y suma y sigue, personas y categorías. Para sus glorificadores la forma correcta de referirse a ellos es como presos políticos.
La lucha banderiza por retorcer el lenguaje que ha protagonizado el nacionalismo radical tiene poco de novedoso. Tampoco resulta original. Una práctica recurrente de todo grupo que recurre a la violencia con fines políticos es inscribir en la tarjeta de visita de sus miembros la rúbrica de marras. IRA, GRAPO o la Fracción del Ejército Rojo en Alemania han sido organizaciones nacionalistas o de extrema izquierda que libraron en su momento esa batalla terminológica. Es el caso también, por saltar de espectro ideológico y de tipo de organización, de la neonazi Organización para la Ayuda a los Presos Políticos Nacionales y de sus Familiares (HNG), proscrita en Alemania en septiembre del año pasado no porque calificase de ‘soldados políticos’ a los convictos que amadrinaba, sino porque la autoridad competente estimó que su cometido estribaba en hacer todo lo posible por retenerlos en las garras de la extrema derecha xenófoba y racista. Es decir, por servir de mecanismo de reproducción de incivilidad en lugar de salvaguarda del orden democrático.
¿Se puede hablar entonces de los presos de ETA como presos políticos? ¿En qué sentido? La clave de la respuesta pasa por arrojar previamente luz al adjetivo, a lo que se entiende por ‘político’. La política es el conjunto de actividades conducentes a la regulación vinculante de la convivencia en una sociedad a partir de la divergencia de opiniones e intereses de sus miembros. Con estos mimbres, en el caso vasco resulta complicado rebatir la naturaleza política de la violencia ejercida por ETA durante los decenios precedentes, bien entendido siempre que su peculiar forma de ‘fomentar’ la convivencia ha pivotado precisamente en dinamitarla. Su terrorismo es habitualmente catalogado por quienes se dedican a su análisis como una expresión de violencia política. La organización terrorista se ha dedicado a imponer con balas y bombas una propuesta de articulación de la comunidad vasca con el Estado español, propuesta que se resume en la exigencia de la independencia, y esa es una actividad intrínsecamente política. Un botón de muestra que ratifica el amplio consenso en el mundo académico a este respecto lo hallamos en el libro recientemente editado por Antonio Rivera y Carlos Carnicero Herreros bajo el título de ‘Violencia política’, con varias entradas dedicadas al etismo a cargo de reputados historiadores, sociólogos y filósofos.
Referirse a los victimarios de ETA como políticos en el sentido antedicho implica reconocer su especificidad dentro del elenco delictivo –de forma no muy distinta que cuando hablamos de convictos por violencia de género, mafiosos, violadores o malversadores de caudales públicos–, pero no de forma necesaria complicidad con la barbarie. Distintos sí, pero en modo alguno mejores porque en lugar de sembrar dolor movidos por el lucro personal, por ejemplo, hayan delinquido y asesinado en el nombre de una patria soñada. La etiología del delito es diferente, no digamos la amplitud del colchón social de quienes les justifican y ensalzan, ayer y hoy, pero si en un sistema democrático con las garantías procesales suficientes los tribunales dictaminan que se ha producido una quiebra del orden social, entonces conviene no confundir lo sustantivo, el delito que deriva en privación de libertad, con lo adjetivo y accesorio, es decir, con la motivación subyacente a la comisión del delito.
Hay una variante en el uso de la etiqueta de preso político que late en la batalla que libra el espectro abertzale radical por definir la realidad, por hacer calar su relato de lo que ha ocurrido en este país desde que ETA emprendió su macabra carrera. Rige esta variante sobre todo en aquellos regímenes no democráticos que encarcelan arbitrariamente a los ciudadanos que critican abiertamente la naturaleza ilegítima de su gobierno, así como sus decisiones. La disidencia, la desafección más o menos velada, son todos ellos delitos de lesa patria que se purgan con cárcel. No se nos escapará que tras la fórmula de presos políticos fomentada por el nacionalismo radical se esconde un sibilino y tácito intento de asociación: los miembros de ETA serían víctimas de la ‘ira represora’ de los Estados español y francés por su ideario secesionista. Lo accesorio, la vocación por configurar el orden social saltándose el procedimiento democrático, sería elevado a la categoría de esencial. Al final la elección de términos se resume en una cuestión de papilas; de una forma de mirar, sí, pero también de digerir lo observado con filtros morales o sin ellos. Mientras que algunos prefieren relativizar lo esencial y pasar de puntillas por el hecho de que se haya asesinado para imponer un proyecto político, una mayoría se sacude los eufemismos, denomina a las cosas de forma diáfana y, en lugar de presos políticos, toma el camino más recto. Es entonces cuando habla de terroristas, de victimarios o de verdugos.
Jesús Casquete, EL CORREO, 14/4/12