Teodoro León Gross-El País
Ahí está España, ante la posibilidad de que un político pueda haberse apropiado de ideas o parrafadas de otro
Un fantasma recorre España: ¡plagio! ¡plagio! Es un clamor, como escriben los cronistas menos inquietos por renovar el lenguaje. Se diría que algo muy sagrado para la sociedad española ha sido violado. ¡Plagio! Y ante ese escándalo, hemos reaccionado dignamente poniendo pie en pared, no ya con una moralidad inquebrantable, sino con exquisita pulcritud intelectual. ¡Plagio! ¡Plagio! El caso es que resulta algo raro, ya que hasta ahora no parecía haber un particular interés por el plagio, y de hecho la propiedad intelectual a menudo ha sido objeto de burlas al abordar la cuestión de la piratería tan extendida aquí. Pero ahí está España, desayunándose titulares de Turnitin y PlagScan en un ay ante la posibilidad de que un político pueda haberse apropiado de ideas o parrafadas de otro. ¡Plagio! Es un espectáculo formidable. Parece que estamos a cinco minutos de que un portavoz de la oposición declare “merecemos un presidente que no nos plagie” como años atrás se decía “merecemos un presidente que no nos mienta”.
Habrá que felicitarse si, con todo esto, arraiga una cierta ética del plagio. Eso sí, cuesta creerlo. En España ha sido muy característico el desprecio por el trabajo intelectual de los otros. Nuestro periodismo ha estado muy lejos de la deontología anglosajona, donde se considera “un pecado imperdonable” como decía el gran Ben Bradlee, director del Washington Post en el caso Watergate o en el de los papeles del Pentágono. Aquí se abusa del furtiveo de noticias sin citar, incluso etiquetadas como primicia propia a sabiendas de que es falso (y no sólo en el periodismo deportivo durante la época de fichajes). El mundo académico, más exigente, también flaquea. Toda esa indignación, la respuesta natural, como anota la filósofa Mary Warnock en su Guía ética para personas inteligentes (título irresistible para cualquier lector), parece más bien una impostura llena de hipocresía. Como se ha visto tantas veces con la corrupción, no indigna el pecado sino el pecador. La corrupción de la derecha encoleriza a la izquierda, y viceversa; pero la clientela tiende a la indulgencia con los suyos. Por eso ha habido tantas mayorías de líderes corruptos en las urnas.
Admitámoslo: lo característico no es conducirnos mayoritariamente por alguna Guía ética para personas inteligentes, sino por la Ética Partidista para Idiotas. Entiéndase aquí idiotas en el sentido etimológico del idiotés griego: aquella persona desinteresada de los asuntos públicos o políticos. La reacción a los escándalos de los másteres y plagios no parece movida por la convicción de que la universidad pública requiere meritocracia e igualdad de oportunidades, sino por la oportunidad de atacar al rival. Es munición partidista. La gente del PP sigue defendiendo la honorabilidad de Casado con su expediente cenagoso y la gente del PSOE pone bálsamos a la tesis de Sánchez, un trabajo zarrapastroso con un cum laude inmerecido que delata el cinismo de su estándar moral. Y no parece que la mayoría aspire a que eso deje de suceder, sino a que eso le cueste la dimisión al rival. O al menos un buen puñado de votos.