Patxo Unzueta-El País
Las elecciones del 21-D pueden ser la ocasión para que de ellas salga un Gobierno dispuesto a negociar con el del Estado
Podría apostarse a que si en algo han coincidido soberanistas y constitucionalistas catalanes es en el alivio que ha seguido a la euforia de los unos y la irritación de los otros. Euforia por la proclamación milagrosa de la república catalana. Irritación por la negativa de Carles Puigdemont a aceptar una salida mediante elecciones anticipadas a cambio de la renuncia a aplicar el 155 que la víspera estuvo pactada. Y alivio ante el inicio de la aplicación serena de ese artículo, expresamente destinado a hacer frente a situaciones como la planteada. Las caras de preocupación de sus dirigentes máximos (Mas, Puigdemont, Junqueras, Forcadell), en contraste con el entusiasmo de alcaldes y público en general, guardaban seguramente relación con las responsabilidades que les aguardaban: políticas y judiciales, tal vez penales. Acostumbrados a la impunidad y a fingir que no tenían dudas, les invadió la angustia de lo desconocido, territorio que había invocado Mas en el momento cero del procés, y sobre el que habían advertido a Forcadell los letrados de la Cámara: votación ilegal que tenía obligación de impedir bajo aviso de posibles consecuencias de no hacerlo. En su comparecencia de la noche del 27, Rajoy dijo algo así como que lo sucedido ese día, la declaración unilateral de independencia (DUI) en el Parlament y la luz verde del Senado a las medidas del 155, explicaba su reticencia a intercambiar elecciones por ese artículo, lo que desarmaría al Estado de su principal instrumento para restaurar la legalidad. El despliegue de las medidas derivadas del 155 aprobadas por el Consejo de Ministros extraordinario del viernes es muy exigente, pero, con excepción de la relativa al control de los medios públicos de comunicación, luego corregida, nadie podrá decir que no sean una respuesta legal y realista al desafío. Que el alivio lo compartan las dos partes deriva de la convicción, también compartida, de que no hay un guion coherente sobre cómo salir del callejón en que nos han metido esos líderes que no dudaban de nada. Mientras que las medidas (duras) aprobadas y ya en marcha tienen coherencia de cara al objetivo de acabar con la intención de seguir desafiando al Estado de derecho. Sencillamente, no es posible gobernar si una parte sustancial del país decide ignorar los mandatos de las instituciones, contraponiéndolos al supuesto mandato de la calle. ¿Con qué autoridad iba a recaudar los impuestos el Estado si una importante Administración territorial decide desobedecer lo que mandan las leyes y los tribunales? Hay también en todo esto una dimensión psicológica. Pasado el momento del alborozo, a medida que se evidencien las consecuencias, económicas sobre todo, pero también en la convivencia, del desafío, muchos ciudadanos pedirán orden (y concierto). Algo necesario para poder llegar a las elecciones de diciembre con garantías de que podrán celebrarse en un clima sosegado y respetuoso con el pluralismo de la sociedad catalana. Contra lo que siguen asegurando esos líderes que no se atrevieron a votar de viva voz sobre la DUI, es falso que la inmensa mayoría de los catalanes sea independentista. Más cierto es que Cataluña está dividida por la mitad sobre esa cuestión y que las elecciones de diciembre pueden ser la ocasión para que de ellas salga un Gobierno dispuesto a negociar con el del Estado una reforma del Estatut que sea ratificada por la población catalana.
Euforia por la proclamación milagrosa de la república catalana. Irritación por la negativa de Carles Puigdemont a aceptar una salida mediante elecciones anticipadas a cambio de la renuncia a aplicar el 155 que la víspera estuvo pactada. Y alivio ante el inicio de la aplicación serena de ese artículo, expresamente destinado a hacer frente a situaciones como la planteada. Las caras de preocupación de sus dirigentes máximos (Mas, Puigdemont, Junqueras, Forcadell), en contraste con el entusiasmo de alcaldes y público en general, guardaban seguramente relación con las responsabilidades que les aguardaban: políticas y judiciales, tal vez penales. Acostumbrados a la impunidad y a fingir que no tenían dudas, les invadió la angustia de lo desconocido, territorio que había invocado Mas en el momento cero del procés, y sobre el que habían advertido a Forcadell los letrados de la Cámara: votación ilegal que tenía obligación de impedir bajo aviso de posibles consecuencias de no hacerlo. En su comparecencia de la noche del 27, Rajoy dijo algo así como que lo sucedido ese día, la declaración unilateral de independencia (DUI) en el Parlament y la luz verde del Senado a las medidas del 155, explicaba su reticencia a intercambiar elecciones por ese artículo, lo que desarmaría al Estado de su principal instrumento para restaurar la legalidad. El despliegue de las medidas derivadas del 155 aprobadas por el Consejo de Ministros extraordinario del viernes es muy exigente, pero, con excepción de la relativa al control de los medios públicos de comunicación, luego corregida, nadie podrá decir que no sean una respuesta legal y realista al desafío. Que el alivio lo compartan las dos partes deriva de la convicción, también compartida, de que no hay un guion coherente sobre cómo salir del callejón en que nos han metido esos líderes que no dudaban de nada. Mientras que las medidas (duras) aprobadas y ya en marcha tienen coherencia de cara al objetivo de acabar con la intención de seguir desafiando al Estado de derecho. Sencillamente, no es posible gobernar si una parte sustancial del país decide ignorar los mandatos de las instituciones, contraponiéndolos al supuesto mandato de la calle. ¿Con qué autoridad iba a recaudar los impuestos el Estado si una importante Administración territorial decide desobedecer lo que mandan las leyes y los tribunales? Hay también en todo esto una dimensión psicológica. Pasado el momento del alborozo, a medida que se evidencien las consecuencias, económicas sobre todo, pero también en la convivencia, del desafío, muchos ciudadanos pedirán orden (y concierto). Algo necesario para poder llegar a las elecciones de diciembre con garantías de que podrán celebrarse en un clima sosegado y respetuoso con el pluralismo de la sociedad catalana. Contra lo que siguen asegurando esos líderes que no se atrevieron a votar de viva voz sobre la DUI, es falso que la inmensa mayoría de los catalanes sea independentista. Más cierto es que Cataluña está dividida por la mitad sobre esa cuestión y que las elecciones de diciembre pueden ser la ocasión para que de ellas salga un Gobierno dispuesto a negociar con el del Estado una reforma del Estatut que sea ratificada por la población catalana.