ABC-IGNACIO CAMACHO
La política convencional ha logrado ganar en Europa algo de tiempo frente a la amenaza de los populismos histéricos UNA RAYA EN EL AGUA
Alas instituciones europeas, como a las españolas, ha llegado la ola de la fragmentación y de la llamada nueva política, que es como la antigua pero peor porque a los vicios tradicionales une el impulso demagógico de los populismos, su retórica encendida de rencores y promesas imposibles y una hiperbólica vocación nacionalista. El resultado de esa irrupción siempre es el mismo: menos estabilidad, más oportunismo, mayores dificultades para tomar decisiones ejecutivas. En Bruselas, sin embargo, aún queda de la vieja cultura comunitaria un sustrato de la aptitud negociadora que fue la base de su éxito, y la maltrecha hegemonía bipartidista conserva cierta facultad de romper los bloqueos gracias a que Alemania y Francia, los dos grandes contribuyentes, los ejes dinásticos del núcleo fundacional, se mantienen capaces de imponer algún respeto. Pero todo el proceso de gobernanza de la UE será a partir de ahora más difícil, más enrevesado, más complejo, porque a los obstáculos propios de una ampliación establecida con irregulares criterios se une la notable presencia de fuerzas desintegradoras que descreen del proyecto. El populismo de derechas y la izquierda antisistema se perfilan como enemigos del consenso. Como en España, como en Italia, como en Polonia, como Francia, como en el Reino Unido, se abre paso la política histérica, irracional, del aspaviento.
El pacto de última hora, el que desarboló a Sánchez dejándolo descolocado, ha permitido al statu quo del directorio francoalemán ganar unos años y ha sostenido –aunque sacrificando al candidato– la predominancia del partido más votado, que el presidente español trató de romper siguiendo su propio manual de asalto. (Es curiosa la falta de coherencia de este hombre, por más que nos tenga acostumbrados: justo cuando él reclama su propia investidura como ganador de las elecciones, pretende conducir a los demás en sentido contrario). Pero los equilibrios son más frágiles, las familias ideológicas aflojan sus lazos y las soluciones de compromiso acusan la inconsistencia de los liderazgos. En este momento, con este improvisado armazón dirigente, la simple hipótesis de otra crisis de gran escala produce pánico. Ni existe una idea de cohesión, ni un modelo solidario, ni Merkel se halla en condiciones de marcar el rumbo, ni estará Draghi para combatir los incendios financieros a manguerazos, ni el agresivo aislacionismo de Trump ampara la continuidad del pacto atlántico. Los grandes centros de poder económico, social y político se están desplazando y el paradigma europeo huele a inoperatividad, a esclerosis, a fracaso.
Son malos tiempos pero fuera de este civilizado espacio de libertad, bienestar y cooperación sólo hay para sus habitantes un páramo de desigualdad, caos e irrelevancia. La opción es Europa o nada: el renacido ultranacionalismo no es más que la negación de la esperanza.