Ignacio Camacho-ABC

Steiner atisbó en Europa un reflejo autodestructivo; la sombría conciencia de una crisis de época, de un fin de ciclo

En los cafés del París dieciochesco surgió el espíritu de la Ilustración, que Franklin exportó a Norteamérica, y se incubó el germen de la Revolución francesa. El marxismo, el psicoanálisis, el modernismo, el existencialismo y hasta por desgracia el nazismo nacieron entre el humo y el alcohol de las tertulias parisinas, londinenses o vienesas, en cuyo itinerario se puede trazar un mapa continental del esplendor truncado por la doble tragedia bélica. Para George Steiner, el café, su ambiente de charla, lectura, debate y conspiración, es la primera seña axiomática de la cultura europea, la civilización urbana del paisaje a escala del pie humano, la de las calles con nombres de la historia común, la de la síntesis de la fe

y la razón que representan Jerusalén y Atenas. El propio Steiner, judío nacido en Francia, educado en Estados Unidos y afincado en Inglaterra, fue el paradigma de esa herencia que reflejó en el esfuerzo intelectual de una obra crítica y ensayística gigantesca, referencia imprescindible de la mentalidad occidental moderna.

Era un emigrante perpetuo, hijo de su convulso tiempo, y un apátrida lingüístico criado en seis idiomas sin considerar materno a ninguno de ellos. Veía en Babel el símbolo, no del castigo de la confusión, sino del milagro de la diversidad del conocimiento, e identificaba en la traducción, como Umberto Eco, el poder demiúrgico de dar nombre a las cosas para apoderarse de los conceptos. El lenguaje -y su expresión literaria-, la estética y la música le sirvieron para entender y explicar el mundo. Su larga vida -90 años que caducaron el lunes- fue un monumento al Logos, a la sabiduría, al estudio, a la argumentación y al principio irrenunciable del buen gusto. El estilo claro, bello, meticuloso, culto; el pensamiento lúcido, analítico, inteligente, profundo. Y lo bastante humilde para titular «Errata» la autobiografía de un hombre inseguro, moralmente perplejo ante la incapacidad de la cultura para impedir la barbarie del mal absoluto.

De sus célebres cinco rasgos -credenciales, los llama Vargas Llosa- de la identidad de Europa, el quinto apuntaba un pronóstico sombrío: el de la conciencia de la autodestrucción, de una crisis de época, de un fin de ciclo. Un barrunto de pánico apocalíptico, un atisbo intuitivo de derrumbe bajo el peso del éxito colectivo. Le irritaba el bajo rasero uniforme de la globalización y le atormentaba la supervivencia del fantasma antisemita, del odio étnico, de los mitos destructivos del nacionalismo. Y ahora que ha muerto, y con él una parte de la mejor tradición intelectual del último siglo, una simple mirada en derredor otorga sentido a su pesimismo. Las luces de Europa aún no se han apagado como las que vio Edward Grey en aquel 1914 al borde del abismo pero su brillo es cada vez más mortecino. Y en los cafés que quedan abiertos han desaparecido los libros.