Carlos Souto-Vozpópuli
- España ha permitido que un liderazgo vil imponga una versión inmoral de la democracia
La crisis española es apenas una carta en la baraja europea. Una carta marcada, sí. Una carta preparada para la trampa, también. Pero la baraja entera está viciada por Bruselas, una capital política que lleva años creyéndose cerebro del continente mientras se comporta como un administrador incompetente. Regula lo irregulable, legisla lo innecesario y gasta recursos en mantener una burocracia que no resuelve ni uno solo de los problemas reales de Europa. Y España, bajo Pedro Sánchez, se ha convertido en el vasallo ejemplar de esa decadencia institucional: un país que ya no gobierna, sino que administra su propio deterioro con sonrisa de teletienda.
Más allá de los Pirineos, los problemas no son los mismos, pero todos comparten una raíz evidente: la ruptura entre las élites y la ciudadanía. Sufren los agricultores aplastados por normativas delirantes. Sufren los pequeños empresarios asfixiados por impuestos insoportables. Sufre la gente común que quiere vivir sin que su país cambie culturalmente por una inmigración masiva y desordenada que Bruselas ni controla ni entiende. Francia vive un malestar permanente; Alemania se fragmenta; Italia navega entre tensiones sociales y crisis económicas. Que su primera ministra tenga que justificar públicamente la inocencia del pesebre revela hasta qué punto Europa ha renunciado a defender su propia identidad. Meloni llegó incluso a grabar un vídeo armando el suyo, pidiendo casi con un ruego público que las familias italianas hicieran lo mismo y mostrando la figura del Niño para decir: “esta imagen soy yo”.
Ahí tienen el aeropuerto
En este contexto, los extremos geográficos —Polonia en el este, Portugal en el oeste— se han convertido en reservas de sentido común. Mientras el corazón de Europa se hunde en el confusionismo moral, estos bordes mantienen nociones básicas de orden, identidad y responsabilidad. Polonia ha cerrado sus fronteras con una determinación que ya no se ve en el resto del continente: quien intenta entrar desde Rusia sabe que no perforará sus vallas, no negociará con su policía fronteriza y no encontrará grietas en su voluntad política. Portugal no puede retroceder, porque se ahogaría en el Atlántico; Polonia tampoco, porque se ahogaría en Rusia. Portugal, por su parte, ha puesto límites culturales donde otros solo han puesto excusas, endureció sus leyes migratorias, y ha prohibido el uso del hiyab en los espacios públicos, una decisión que en España sería impensable siquiera discutir. André Ventura, líder de Chega —una especie de Vox portugués, pero sin complejos— fue más lejos al explicarlo con crudeza política: quien quiera usarlo puede hacerlo, pero en sus países de origen. “Ahí tienen el aeropuerto —dijo Ventura—: es fácil, vuelven a su país y lo usan”. Lo acompañó con un gesto claro y sonoro, las palmas que chocan mientras una sube imitando la partida de un avión, un recordatorio gráfico de que Portugal no está dispuesto a sacrificar su identidad para tranquilizar conciencias ajenas.
Y esa coherencia se refleja también en algo más profundo: la fe. Hace apenas unas semanas, en el santuario de Fátima, cientos de miles de personas participaron en la tradicional procesión de velas. Casi trescientas mil almas iluminaron la noche con una llama compartida, rezando juntas sin vergüenza, sin miedo al qué dirán y sin la sensación de estar desafiando a nadie. En Portugal, la fe no se esconde. Ser católico no es pecado. Es una afirmación natural de pertenencia cultural, igual que en Polonia. Por eso los extremos de Europa, esos bordes que históricamente parecían periféricos, hoy se han convertido en referencias de salud institucional y social. El portugués medio mira a España y se inquieta. Observa a un presidente que ha sustituido la noción de Estado por la noción de supervivencia personal, que negocia la unidad nacional como si fuera un trueque de poder y que ha convertido la subordinación a Bruselas en una forma de blindaje político. Observa también la resignación creciente de una sociedad que se acostumbró a la crisis y la trata como paisaje. Y percibe, con instinto certero, que ahí se está cruzando un límite extremo: el de una sociedad que deja de reconocerse en el espejo de la historia.
Desprecio a la fe católica
Tras vivir una década en Estados Unidos y luego del covid, elegimos España para construir un nuevo ciclo familiar. Lo hicimos con convicción. España es mi madre patria, la tierra de mis padres, de mis abuelos y de mis ancestros, una raíz que brota de Galicia y que forma parte inseparable de quién soy. Pero la madurez exige distinguir entre la lealtad sentimental y la claridad política. Y no puedo pedirle a mi familia que viva al compás de una decadencia normalizada. Por eso nos alejamos de España. No por desencanto personal, sino porque España ha permitido que un liderazgo vil imponga una versión inmoral de la democracia. Y porque trata con desprecio a la fe católica. Incluso si algún día tengo que volver a cruzar el Atlántico, lo cruzaré. Lo hice cuando fue necesario y volveré a hacerlo si el futuro de mis hijos lo exige. Pero la verdad es esta: no me alejé de España; es España la que se ha alejado de sí misma. Y mientras no recupere su pulso, su brújula y su dignidad, solo corresponde observarla con la lucidez —y la distancia— de quien conoce sus grandezas… y también sus abismos.