Carlos Martínez Gorriaran-Vozpópuli

  • Europa está pagando las consecuencias de la ceguera imperialista de antaño y de la soberbia cultural del Estado de bienestar

Europa, la Unión Europea, ha estado ausente de los sucesos de Siria que han terminado con el vertiginoso derrocamiento del régimen de Bashar al-Ásad, tras una guerra civil crónica de 13 años y un desenlace de diez días. Nunca había sucedido desde la caída del Imperio Romano de Occidente, lo que merece alguna reflexión y no de nostalgias imperiales anacrónicas, sino de pura preocupación por el futuro de la mayor genialidad política del siglo XX: la Unión Europea, una idea para acabar con la guerra crónica entre rivales a muerte, pura utopía hasta 1945. Estamos atascados en la mala política, bloqueados por las incongruencias y asfixiados por la burocracia eurocrática, y esta ausencia es un síntoma de irrelevancia mundial.

Bruselas se dedica con pasión inflacionaria a producir más y más normas que se añaden a las nacionales en una jungla demencial (por ejemplo, a las nuevas exigencias españolas de información cuando vas a un hotel, que la UE ha ignorado)

Siria, Oriente Medio y el mar Mediterráneo son una frontera de Europa, por eso la situación allí afecta directamente a nuestra seguridad e intereses. Lo demuestran los muchos sirios recibidos en Europa como inmigrantes y refugiados políticos de una dictadura larga y asesina. Entre tanto, el papel de Europa se ha esfumado por completo sin apenas darnos cuenta: igual que la invasión rusa de Ucrania, el desenlace de la guerra siria parece haber sorprendido en la inopia, la impotencia y la incapacidad a los gobiernos europeos. Mientras, Bruselas pensaba en cómo atar corto a peligrosos enemigos: los pescadores europeos del Mediterráneo (sí, ¡solo a los europeos!)

Mientras Bruselas se dedica con pasión inflacionaria a producir más y más normas que se añaden a las nacionales en una jungla demencial (por ejemplo, a las nuevas exigencias españolas de información cuando vas a un hotel, que la UE ha ignorado), no parece importarle la explosiva frontera meridional ni Oriente Medio, como tampoco entendió el peligro ruso.

Quizás la fiebre normativa y la aparente indiferencia sean cara y cruz del mismo proceso: compensar con esa camisa de fuerza normativa, aunque solo produzca tapones de plástico y euroescepticismo, la pérdida de influencia mundial por la falta de un gobierno común y una estrategia compartida, más allá de la de sobrevivir como sea de los gobiernos europeos con graves problemas que afectan al futuro de sus países y la Unión, que no son otros que los de Francia y Alemania, las famosas y ahora gripadas locomotoras, y desde luego España.

Siria, independiente desde 1945, es un Estado fallido. Sus numerosas comunidades religiosas y étnicas superpuestas y entremezcladas nunca han formado un Estado-nación, como se creía por perezosa ignorancia

Siria es, como Líbano, Irak y Jordania, e Israel de otra manera, creación política de Europa. Es el resultado del reparto del Imperio Otomano de Oriente Medio tras la derrota turca en la Gran Guerra, y también la última expansión del imperialismo liberal, esa contradicción en los términos. Como sus vecinos del reparto franco-británico, con la excepción de Israel y Jordania, Siria, independiente desde 1945, es un Estado fallido. Sus numerosas comunidades religiosas y étnicas superpuestas y entremezcladas nunca han formado un Estado-nación, como se creía por perezosa ignorancia. Y el futuro sirio, en manos de los islamistas y vigilado por Turquía e Israel, sigue siendo inestable, peligroso y ominoso.

El Imperio otomano fue capaz, pese a su mala fama, de gobernar esos vastos territorios de poblaciones heterogéneas durante siglos, pero no así las chapuzas del Tratado de Versalles con sus Estados-nación inventados.  Y ahora la Turquía del nuevo sultán Erdogán, con aspiraciones neoimperiales, intenta recuperar el estatus otomano de protector y opresor sin que Europa tenga al parecer nada que decir, salvo preguntar si puede devolverles de paso más de un millón de “refugiados” que en muchos casos no lo eran tanto por razones políticas como económicas y no muy santas, pues muchos sirios montaron, con socios europeos, una red de narcomafias y tráfico de personas con capacidad de desestabilizar países antes tranquilos.

Un polvorín en el trastero

Europa está pagando las consecuencias de la ceguera imperialista de antaño y de la soberbia cultural del Estado de bienestar. El asunto de Siria queda en manos de Turquía, Irán, Rusia, Israel y, por supuesto, Estados Unidos. Es con estos países con quienes negocian o luchan las facciones del rompecabezas sirio: cristianos maronitas, drusos, musulmanes chiitas y suníes salafistas o del Estado Islámico (pero todos islamistas), y superpuestos los kurdos, árabes y palestinos, más o menos dependientes de Turquía, Irán, Arabia y los emiratos del Golfo.

Los distraídos pueden pensar que a nosotros qué nos importa, pero es tan prudente como desentenderse de un vecino que tiene un polvorín en el trastero y una guerra crónica en casa. Tarde o temprano la onda expansiva llegará en forma de emigrantes o refugiados, inestabilidad política doméstica y mundial, y problemas económicos y de seguridad cada vez más graves.

El vacío de su fracaso está siendo ocupado por el fundamentalismo islámico que, en su ingenuidad eurocéntrica, la izquierda y los liberales occidentales creyeron muerto -véase el error de Fukuyama- bajo los avances del progreso

Hay consenso en que los grandes perdedores de la caída de Asad han sido Rusia e Irán, con carambolas como la expulsión rusa del Sahel (donde a través de su franquicia Wagner, hacía trabajos para China), pero poco se habla de la irrelevancia de Europa en la región, y nada -ni siquiera en España- del disparatado apoyo español a Hamás, también derrotada junto con al-Ásad y Hezbolah. Eso convierte a Pedro Sánchez en uno de los derrotados indirectos en Siria, lo que no augura nada bueno para España.

La caída de la inhumana dictadura siria también es el último acto del fin de un modelo político inspirado en modelos occidentales: el nacionalismo socialista panárabe y laico de Nasser y el Partido Baaz Árabe Socialista, que fundó la efímera RAU (República Árabe Unida) integrando, en teoría, Egipto y Siria durante tres años. El modelo derivó inmediatamente a la órbita soviética e iliberal, al antisemitismo y a la dictadura militar, pero el vacío de su fracaso está siendo ocupado por el fundamentalismo islámico que, en su ingenuidad eurocéntrica, la izquierda y los liberales occidentales creyeron muerto -véase el error de Fukuyama- bajo los avances del progreso.

El mayor museo del mundo

Los ayatolás iraníes que tanto gustaban a Foucault, los talibanes afganos y los emires árabes salafistas demostraron que no hay incompatibilidad alguna entre la alta tecnología, el capitalismo y la sharía islámica, pero sí entre el islamismo y la democracia liberal, que tampoco puede sobrevivir con indiferencia o buenista piterpanismo geopolítico. Seguimos sin querer verlo. En la ceremonia de Notre-Dame de París, Elon Musk dijo que Europa va camino de convertirse en el mayor museo del mundo, y nada más. Se limitó a decir lo que muchos tememos desde hace ya muchos años.