- Por tanto, no aplaudo el discurso del vicepresidente Vance en Múnich, pero lo comprendo perfectamente. No soy tan miserable como para alegrarme de que alguien que no es de mi casa, venga a mi salón para echarme la bronca a la cara
Hablar de «El Gran Juego» siempre es un asunto peliagudo. La política internacional depende de tantos factores, intereses, historias y contextos que es complicado aventurarse a opinar sin, de alguna forma, meter la pata.
Por eso, me he propuesto ser honesto conmigo mismo y, sobre todo, con ustedes, y no caer en la trampa fácil, tan extendida hoy, de creerme experto en algo que no soy. Eso se lo dejo a los exitosos habladores profesionales que nutren todas las cadenas con su sabiduría.
Así que, con este texto, mi única pretensión es invitarlos a la reflexión destacando lo que, según mi parecer, ha sido un momento absolutamente clave en las relaciones que Estados Unidos mantiene con Europa: el discurso que el pasado 14 de febrero pronunció el vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance, en la Conferencia de Seguridad de Múnich. (Si aún no lo han visto, háganlo. Su relevancia lo exige).
Tras escucharlo, he de confesar que sentí una profunda satisfacción al ver cómo Estados Unidos le propinaba a Europa un severísimo y merecido tirón de orejas en su propia casa. En un discurso sereno e irónico, doblemente inquietante, porque la ironía suele ser síntoma de desesperanza, el vicepresidente J.D. Vance reprochó a los líderes europeos su dejación de funciones en asuntos clave como la libertad de expresión, la política migratoria, la defensa y seguridad del continente y, en especial, la libertad de los ciudadanos para elegir a sus propios líderes. Y como buen orador, no se limitó a las palabras vacías: respaldó cada crítica con una batería de ejemplos que dejó a los asistentes atónitos, mientras la temperatura en la sala descendía con cada una de sus palabras hasta rozar la congelación.
Mi primera reacción fue, como digo, de alegría. Pensé que ya iba siendo hora de que alguien con poder viniera aquí a poner en su sitio a toda esa legión de burócratas ineptos y negligentes que tenemos por Europa, especialmente en Bruselas, que no piensan más que en sus propios intereses y en cobrar todos los meses su inexplicable sueldos y dietas.
Porque, claro, en nuestro día a día no solemos percibir el peso real que Bruselas tiene sobre nuestras vidas. Cada decisión de esos personajes grises que desfilan por los telediarios, a quienes vemos como figuras lejanas, impacta directamente en nuestras legislaciones, con todas las consecuencias que ello implica. Y no hablo solo de los tapones de las botellas de plástico. Hablo de todo.
Pero tras la euforia inicial que me despertó el discurso de Vance, una preocupación aún mayor se instaló en mí. Somos unos inconscientes, aferrados a la ilusión de seguir siendo relevantes, sin querer aceptar hasta qué punto dependemos, en realidad, de Estados Unidos.
Europa me recuerda a una familia venida a menos, que alguna vez fue poderosa, culta y adinerada, pero que, pese a su decadencia, sigue mirando con desprecio al nuevo rico y al emprendedor. Eso es exactamente lo que hacemos con los estadounidenses: nos creemos moralmente superiores mientras dependemos de su protección para seguir sosteniendo esa ilusión.
Ha llegado el momento de aceptar que Europa se ha convertido en el parque temático del mundo. Décadas de políticas erráticas nos han llevado hasta aquí, y ya no hay marcha atrás. La única preocupación real debería ser evitar un deterioro aún mayor y rescatar, en la medida de nuestras limitadas capacidades, lo poco que aún queda por salvar.
De lo que fuimos ya no quedan sino los restos, y en parte todo ello se lo debemos a lumbreras internaciones al más puro estilo Esteban González Pons; gente sin imaginación que deambula por las moquetas diciendo tonterías y aferrándose a sus regalías sin otro objetivo que subsistir. Ese es el prototipo de personas que hay que erradicar de las instituciones y las responsables directas de que Europa sea hoy un lugar peor.
Y, para colmo, exhiben su torpeza con desesperación. Su afán por restringir la libertad de expresión interfiriendo en el discurso público, su intromisión indebida en los procesos electorales de los países miembros y su obsesión por ahogar la competitividad europea con regulaciones absurdas e innecesarias no solo evidencian su desconexión total con la realidad de los ciudadanos a los que dicen representar, sino también el grado de desquicie al que han llegado.
El péndulo del mundo ha cambiado de dirección. No hay que ser Winston Churchill para darse cuenta. Ahora manda Donald Trump, y con este cambio de rumbo, nos guste más o menos, nuestra única opción como continente cada vez más irrelevante es subirnos a ese tren cuanto antes y abandonar la fantasía de que aun podemos forjar nuestro propio destino. Simplemente, ya no podemos. Lo hicimos en el pasado, pero hoy carecemos tanto de la voluntad como de los medios para hacerlo.
Me refiero a Estados Unidos como nuestro aliado natural porque sus valores liberales son, en esencia, los que más se asemejan a los nuestros. Y creo firmemente que así debe seguir siendo, pese a los iluminados europeos que fantasean con un giro hacia oriente como si fuera una alternativa viable. Un error de semejante magnitud nos costaría demasiado caro.
Por tanto, no aplaudo el discurso del vicepresidente Vance en Múnich, pero lo comprendo perfectamente. No soy tan miserable como para alegrarme de que alguien que no es de mi casa, venga a mi salón para echarme la bronca a la cara. Pero es evidente que este discurso supone un antes y un después en nuestras relaciones con los Estados Unidos. Es «un aviso del puerto» alto y claro que tenemos la obligación de escuchar y sobre todo atender.
El discurso de Vance fue un ultimátum, no una advertencia: o nos hacemos cargo de sus intereses o simplemente dejaremos de ser relevantes. Entiendo que se dan cuenta del peligro que esto supone.
El colofón de la Conferencia de Seguridad de Múnich fue, para nueva vergüenza de Europa, la imagen de su presidente, Keith Kellogg, rompiendo en lágrimas en la clausura como si de una metáfora viviente se tratara. Como un niño de setenta años desconcertado al que le arrebatan su piruleta, su gesto simbolizó el ocaso de un continente que se resiste a aceptar su irrelevancia.
Quien conozca un mínimo la historia sabrá que esas lágrimas no inspiran compasión. Son el combustible de nuestros enemigos y confirman lo que ya saben: Europa es débil.
- Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista