Editorial-El Correo
Hace casi cuatro años que Rusia inició la invasión de Ucrania. En el imaginario de Putin, sería una operación rápida y quirúrgica para ‘recuperar’ determinados territorios históricos rusos, pero los ucranianos plantaron cara y, hoy, a pesar de las promesas de Trump, el conflicto sigue sin resolverse. La guerra provocó una convulsión en Europa. Primero, tuvo que afrontar lo inmediato: la necesidad de romper la dependencia del gas ruso, especialmente grave en algunos países como Alemania. Después, materializó su apoyo político, económico y militar a Ucrania, y su condena a Rusia con sanciones económicas. Luego Finlandia y Suecia, antaño países neutrales que rechazaban ingresar en la OTAN, corrieron a incorporarse a ella ante el temor hacia el nuevo imperialismo ruso. La crudeza de la realidad ha ido tomando forma desde entonces. A pocos se les escapa ya la magnitud de la amenaza que se cierne sobre el continente. Mientras los cazas rusos sobrevuelan el Báltico a modo de provocación, Europa se apresura a incrementar su gasto en defensa al tiempo que países como Francia y Alemania recuperan el servicio militar. Prepararse para lo peor es hoy la mejor estrategia para hacer frente al miedo y a la incertidumbre.