Ignacio Camacho-ABC
- El ingreso en la Unión fue mucho más que un éxito político: la materialización de un anhelo colectivo, casi un mito
El mayor logro de Felipe González fue el ingreso en la Unión Europea, entonces aún llamada Comunidad, del que hoy se cumplen cuatro décadas. La importancia de ese acontecimiento sólo la pueden comprender en su integridad quienes vivieron aquella época, cuando la reciente democracia se percibía incompleta sin cumplir esa aspiración de pertenencia. La incorporación era mucho más que un objetivo político: representaba la materialización de un anhelo colectivo, la solución orteguiana de una necesidad nacional elevada casi a la categoría de mito. Así como la Constitución fue al mismo tiempo el acta de paz de la guerra civil y el certificado de defunción del franquismo, la firma del Tratado supuso el cierre definitivo de la etapa en que los españoles vivíamos presos de un complejo histórico de inferioridad, un lastre anímico, un prejuicio pesimista sobre nuestro destino. Ese día terminó de verdad la Transición y el país dejó de sentirse distinto.
Pero no se trató sólo de una reparación psicológica o moral, sino materialmente efectiva. España comenzó a contar en las esferas de influencia geopolítica y los fondos de cohesión impulsaron la modernización de la sociedad y permitieron el equilibrio estructural de las autonomías, amenazado por el modelo de dos velocidades que perseguía el ya patente ventajismo nacionalista. La normalización institucional corrió paralela al asentamiento de una mentalidad de orgullo europeísta que unos años antes era poco menos que una utopía. Y la sombra del retroceso, de la involución, se disipó de una manera concluyente que vista desde hoy puede parecer ingenua pero en aquel momento parecía categórica, terminante, decisiva. Luego ya vino la aclimatación, el hábito, incluso la rutina en que las generaciones posteriores han crecido mecidas, y al final la crisis de la propia Unión, en severas dificultades para entenderse consigo misma.
La peor Europa, sin embargo, con su ensimismamiento dogmático, su parálisis, su burocracia ordenancista y sus deficiencias estructurales, sigue siendo a pesar de todos los pesares mejor que la anti-Europa preconizada por las fuerzas patriótico-populistas nacidas al amparo del sistema de garantías que ahora combaten. Su desarrollo económico, político, social o cultural –falta el tecnológico, sí– no admite referencias comparables. Sus estándares de igualdad son plausibles pese a la problemática absorción de muchos millones de inmigrantes. No hay color en el balance. Y si hay algo que lamentar en la efeméride española, además de la ausencia impuesta del Rey Juan Carlos y la voluntaria de González, es el papel de un Pedro Sánchez cuyos métodos iliberales son incompatibles con los principios originarios de un espacio de seguridad jurídica, tolerancia política y respeto por las libertades. Pero esas libertades incluyen la de los ciudadanos para consentir el fraude de sus gobernantes.