J. H. H. Weiler– El País
Hay veces en que la decisión correcta puede parecer contraproducente a corto plazo. Aunque tratar de evitar el referéndum catalán alimente el sentimiento de injusticia durante décadas, el tiempo acabará avalando esta postura
La Generalitat puede haber pensado, a la luz de la desafortunada violencia del 1-O —de la que ambas partes son responsables— y por la simpatía que se ha generado hacia los ciudadanos catalanes, que Europa puede haber cambiado en su desagrado al proyecto independentista. Se equivocan. La incredulidad generalizada está convirtiéndose poco a poco en aprensión y espanto. El mayor peligro que afronta hoy Europa es el desafío al Estado de derecho por parte de Hungría y otros países. El no respetar los fallos del Tribunal Europeo de Justicia es una amenaza contra los principios fundamentales de la integración europea en uno de los momentos más críticos de la historia de la Unión. Europa no tiene policía federal, ni un Artículo 155. Su integridad depende de un compromiso firme y voluntario de los Estados miembros a respetar su orden constitucional y a los tribunales responsables de aplicarlo. Pero Cataluña, en clara violación de la Constitución española y con una escandalosa falta de respeto al Constitucional, está reduciendo el Estado de derecho a polvo y ceniza. Unas credenciales maravillosas para entrar en Europa.
Tampoco puede acogerse Cataluña al derecho internacional. Ciertamente, en la famosa resolución 2625 de la ONU citada sin cesar en el debate sobre Cataluña, la Asamblea General de la ONU afirmó el principio de autodeterminación: “En virtud del principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos, consagrado en la Carta, todos los pueblos tienen el derecho de determinar libremente, sin injerencia externa, su condición política y de proseguir su desarrollo económico, social y cultural, y todo Estado tiene el deber de respetar este derecho de conformidad con las disposiciones de la Carta”. Pero también es cierto que se suele dejar fuera de la cita una cláusula de la misma resolución: “Ninguna de las disposiciones de los párrafos precedentes se entenderá en el sentido de que autoriza o fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes…”. No creo que exista ningún tribunal internacional que estuviera dispuesto a conceder a Cataluña el derecho a la secesión. Pero el problema de Cataluña no es solo jurídico. También por razones éticas y morales hay que ser muy claros: una Cataluña independiente (y la misma lógica sirve para Padania, Escocia, los corsos, los bretones, los galeses, los germanohablantes del Alto Adige y demás grupos que reclaman la independencia) no será bienvenida en Europa.
¿Por qué? Es muy desmoralizador, desde un punto de vista ético, contemplar que casos como el de Cataluña nos devuelven al principio del siglo XX, a la mentalidad posterior a la Primera Guerra Mundial, cuando la noción de que un único Estado podía abarcar más de una nacionalidad parecía imposible; de ahí la profusión de tratados específicos sobre minorías durante la desaparición de los imperios otomano y austro-húngaro. Aquellos acuerdos estaban llenos de buenas intenciones, pero carecían de imaginación política; y no hay que ocultar la desagradable realidad de que alimentaron la lógica venenosa de la pureza nacional y la limpieza étnica. No se equivoquen: no estoy sugiriendo que en Cataluña se busque una limpieza étnica. Pero sí creo que el deseo de “ir por libre” está asociado a este tipo de mentalidad.
Sí, es indudable que vascos y catalanes sufrieron graves injusticias históricas antes de la llegada de la democracia a España. Y siento una enorme, y digo enorme, empatía y simpatía hacia los catalanes que quieren vivir y reivindicar su cultura y su identidad política propia reprimida durante décadas. Para miles de ellos, quizá para la mayoría, se trata sencillamente de esto. Pero jugar “la carta de Franco” como justificación para la secesión es solo una hoja de parra que pretende tapar un egoísmo económico y social seriamente equivocado, un orgullo cultural y nacional desmesurado y la ambición desnuda de los políticos locales. Además va diametralmente en contra del sentido de la integración europea.
Ningún tribunal internacional concedería a Cataluña el derecho a la secesión
La imponente autoridad moral de los padres fundadores de la integración europea —Schuman, Adenauer, De Gasperi y el propio Jean Monnet— procedía de sus raíces en la ética cristiana del perdón, combinada con una sabiduría política ilustrada, en la que se entendía que es mejor mirar hacia adelante, hacia un futuro de reconciliación e integración, en vez de revolcarse en el pasado europeo, que, por cierto, fue infinitamente peor que los peores excesos del execrable Franco. Yo alegaría que solo en unas condiciones de verdadera represión política y cultural se puede presentar de modo convincente el caso para secesión. Con su extenso (aunque profundamente defectuoso) Estatuto de Autonomía, los argumentos catalanes a favor de la independencia producen risa y son imposibles de ser tomados en serio; unos argumentos que además desmerecen y resultan insultantes ante otros casos meritorios, aunque inconclusos, como el de Chechenia.
La UE lucha hoy en día con una estructura de toma de decisiones sobrecargada, con 27 Estados miembros y, lo que es más importante, con una realidad sociopolítica que hace difícil persuadir a un holandés, un finlandés o un alemán de que les interesa, desde el punto de vista humano y económico, el bienestar de un griego, un portugués o, también, un español.
¿Por qué habría de tener interés el hecho de incluir en la Unión a una comunidad política como sería la Cataluña independiente, basada en un ethos nacionalista tan regresivo y pasado de moda que aparentemente no puede con la disciplina de la lealtad y solidaridad que uno esperaría que tuviera hacia sus conciudadanos en España? La propia demanda de independizarse de España, independizarse de la necesidad de gestionar las diferencias políticas, sociales, económicas y culturales dentro de la comunidad política española, de la necesidad de resolver diferencias y trascender el momento histórico, descalifica moral y políticamente como futuros Estados miembros de la UE a Cataluña y a casos parecidos. Al buscar la separación, Cataluña está traicionando precisamente los ideales de solidaridad e integración humana sobre los que se fundamenta Europa.
Aunque la ley y la moral están de parte del Gobierno español, quizá habría debido arriesgarse, permitir de forma voluntaria un referéndum —como Reino Unido y Canadá— y fiarse de que el sentido común de los catalanes, ante la perspectiva de una existencia solitaria fuera de la UE, les empujara a votar No, con lo que se habría extinguido definitivamente esta amenaza a la integridad de España. Tratar de evitar a la fuerza el referéndum, o la posibilidad de votar No, alimentará los sentimientos de injusticia y mantendrá el problema durante décadas. Sin embargo, hay ocasiones en las que la decisión basada en unos principios, por difícil que resulte, es la decisión a la que el tiempo acaba dando la razón.
J. H. H. Weiler, antiguo presidente del Instituto Universitario Europeo de Florencia, es director de European Journal of International Law.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.