Jesús Cacho-Vozpópuli

En una semana plagada de malas noticias, pésimas cabría decir, para la suerte de esta España en almoneda, hay una que ha causado especial impresión, ha provocado ese desasosiego que impulsa el miedo cuando hace causa con el terror: el asesinato en Villajoyosa, Alicante, de Maksim Kuzminov, 28 años, el capitán del ejército ruso que desertó en agosto pasado volando a Ucrania a bordo de su helicóptero de combate Mi8. Los detalles de lo ocurrido son particularmente siniestros: aunque la noticia se conoció el lunes, el cadáver fue encontrado el pasado 13 en el garaje de la urbanización donde residía en Villajoyosa (Alicante). Tras ser tiroteado, los asesinos, probablemente sicarios contratados por los servicios de inteligencia rusos como mano de obra criminal, lo atropellaron con su propio coche, que apareció quemado en el cercano El Campello. Lo ocurrido prueba que España se ha convertido en territorio sin ley en el que mafias rusas, grupos de asesinos a las órdenes del kremlin, entran y salen como Pedro por su casa sin que nadie les moleste y sin que el Gobierno de la nación se entere. Revelador del grado de postración de una España a la deriva, un Estado descuartizado y sin defensas, a merced de toda suerte de enemigos. Un caso similar hubiera provocado en cualquiera de los países vecinos la tormenta parlamentaria que merece un asunto de tan extrema gravedad, con comparecencia del presidente del Gobierno para dar explicaciones (también del responsable de los servicios secretos), atención absoluta en los medios y, naturalmente, llamada al orden del embajador ruso y su inmediata expulsión de España junto a todos los espías refugiados en su legación. La portavoz del Gobierno títere de Sánchez se limitó a decir el martes que “Hay que dejar que la Guardia Civil haga su trabajo y la investigación avance”. Y aquí paz y después gloria. El estallido del “Koldogate”, el caso de robo socialista que amenaza llevarse por delante al Caudillito Wapo que había venido para limpiar España de corrupción, ha terminado por enviar el asesinato a Kuzmínov a las zahúrdas de los temas olvidados por el paso del tiempo.

La suerte del piloto ruso el Alicante recuerda grandemente la de otra víctima de ese asesino en serie en que se ha convertido Vladimir Putin. Me refiero a Alexander Litvinenko, un antiguo miembro de los servicios de inteligencia rusos muerto en un hospital londinense en noviembre de 2006, tres semanas después de ser envenenado con polonio radiactivo mientras tomaba el té en un céntrico hotel. La investigación oficial realizada por el Gobierno británico concluyó que el asesinato fue “probablemente aprobado” por el propio Putin, tesis coincidente con la resolución del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) que consideró a Rusia «responsable» del final de un Litvinenko que, tras obtener la ciudadanía británica, había empezado a trabajar para el MI6 británico investigando los vínculos de la mafia rusa con España. Es decir, hace ya mucho tiempo que sabemos que nuestro país es tierra propicia para todo tipo de mafias rusas, además de refugio de magnates dispuestos a poner distancia con el nuevo zar. El entonces Gobierno de Gordon Brown reaccionó al asesinato anunciando en la Cámara de los Comunes la expulsión de cuatro diplomáticos de la embajada de Moscú en Londres, la suspensión de las negociaciones para facilitar los visados entre ambos países y la congelación de toda cooperación con Rusia. David Miliband, entonces ministro de Exteriores, aseguró que las medidas pretendían enviar “una clara señal al gobierno ruso sobre la seriedad del caso”. Una crisis diplomática monumental. Al Gobierno Sánchez, sin embargo, lo ocurrido en Villajoyosa le ha debido parecer un asunto muy menor, ocupado como está en bajarse las calzas hasta los zancajos para que un tal Puigdemont le asegure la poltrona cuatro años más y en viajar a Rabat a rendir pleitesía al otro amo de nuestro divino guapo. El caso ha desaparecido de los medios españoles.

Al Gobierno de Sánchez lo ocurrido en Villajoyosa le ha debido parecer un asunto muy menor, ocupado como está en bajarse las calzas hasta los zancajos para que Puigdemont le asegure la poltrona cuatro años más

El asesinato de Kuzmínov en España coincide en el tiempo con otro no menos terrible pero aún más significativo, más siniestro, más lleno de negros presagios para el futuro de las relaciones entre la Unión Europea y Rusia y, si me apuran, para la paz mundial. Me refiero a Alexey Navalny, principal opositor al dictador ruso, muerto días atrás en una cárcel de máxima seguridad cercana al círculo polar ártico donde el siniestro Putin lo tenía encerrado, en penosas condiciones, so capa de no sé qué delitos inventados. Lo que ha cambiado en los 18 años que median entre el asesinato de Litvinenko y los de Navalny y Kuzmínov es la brutalidad de los medios empleados en los últimos dos casos y, si me apuran, la obscena arrogancia con la que el sátrapa ruso ni siquiera se ha tomado la molestia (al contrario de lo ocurrido en el caso del polonio) de desmentirlos, de negar los crímenes, convencido de tener enfrente a una Unión Europea acollonada y a una España -en lo que a Kuzmínov atañe- convertida en un pobre alfeñique en el concierto internacional, un país que no se da a respetar porque ya no se respeta a sí mismo.

El miércoles supimos del “suicidio” de Andrey Morozov, un joven bloguero ruso muy popular en su país que había defendido con entusiasmo la invasión de Ucrania pero que, muy recientemente, tuvo la osadía o el gesto de honradez de publicar las pérdidas sufridas por el ejército ruso (16.000 hombres) en la captura de Avdiivka, este de Ucrania. Putin no perdona. La tragedia de Litvinenko, de Navalny, de Kuzmínov, de Morozov y de tantos otros enlaza directamente con la de Ucrania, un país víctima desde hace dos años de una guerra que está tensionando al máximo la capacidad de resistencia de Kiev ante la aparente apatía de la UE que, una vez más y ahora de forma suicida, parece ayudar con cuentagotas para tranquilizar su conciencia mientras mira hacia otro lado, en lugar de tratar de frenar en seco al oso ruso. Fracasada la ofensiva ucraniana del varano, las tropas rusas, siempre sobradas de carne de cañón, presionan ahora las líneas defensivas de un Kiev que empieza a dar señales alarmantes de falta de recursos en forma de armas y municiones, porque los envíos de material prometidos por los aliados occidentales no han llegado. El diario Le Figaro resumía este jueves el estado de la cuestión: “El cansancio se impone en la opinión pública francesa dos años después de la invasión”, mostrando el creciente pesimismo de los europeos sobre la posibilidad de una derrota rusa. “Lo más aterrador es que una parte del mundo se ha acostumbrado a la guerra en Ucrania”, declaraba días atrás el presidente ucraniano Zelensky. Nadie en el viejo continente parece darse cuenta de que el asesinato de disidentes y la invasión de Ucrania son las dos caras de una misma moneda: la del terror de un tirano al que las democracias occidentales están obligadas a hacer frente si no quieren ser víctimas ellas mismas, antes o después, del mismo drama que, pronto hará 85 años, asoló el mundo llevándose por delante cien millones de vidas.

Nadie parece darse cuenta de que el asesinato de disidentes y la invasión de Ucrania son las dos caras de una misma moneda: la del terror de un tirano al que occidente está obligado a hacer frente

La victoria de Putin en Ucrania sería una tragedia de consecuencias imprevisibles para el llamado “mundo libre”. Sin embargo, y como de costumbre, la UE parece víctima de lo que se ha dado en llamar el “síndrome Chamberlain” o la incapacidad de las democracias, empeñadas en respuestas ingenuas a desafíos letales, para hacer frente a tiranos sanguinarios dispuestos a usar la fuerza en el logro de sus objetivos. El 30 de septiembre de 1938 el primer ministro inglés regresó a Londres exhibiendo jubiloso una copia del tratado que acababa de firmar en Munich sin la presencia de la víctima, Checoslovaquia, y que, según él, aseguraba la “paz para nuestro tiempo”. La historiografía ha concluido de forma mayoritaria que la “política de apaciguamiento” no hizo sino alimentar la osadía nazi que condujo, once meses después, a la invasión de Polonia con las consecuencias conocidas. Churchill tuvo razón: “elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra”. Los paralelismos entre aquel drama colectivo y la situación de una Ucrania convertida en nueva versión de la “Sudetenkrise”, no pueden ser más evidentes a la par que aterradores. Víctima de su dependencia militar de Estados Unidos, de su dependencia energética de los países del Golfo y de su dependencia comercial de China, una UE que probablemente atraviesa uno de los peores momentos de su historia, carente de ideas y, sobre todo, de liderazgos, se empeña en seguir jugando con fuego.

¿Cómo explicar que Rusia, con un PIB inferior al italiano y solo ligeramente superior al español, esté dispuesta a soportar un conflicto de larga duración en Ucrania, país que cuenta con el aparente respaldo de una UE infinitamente más potente en términos económicos, tecnológicos e incluso demográficos, además de militares? Porque el tirano, que ha hecho mangas y capirotes con las sanciones a Moscú, conoce a la perfección las contradicciones internas de su oponente (a punto de iniciarse el tercer año de guerra, Bruselas sigue sin saber qué hacer con los 300.000 millones de euros de activos rusos congelados tras la invasión), sus debilidades y la cobardía congénita de sus líderes, a no pocos de los cuales tendrá seguramente comprados. Todo eso más el miedo, muy humano desde luego, a que el tirano pueda llegar a utilizar el arma nuclear en caso de derrota. Voces muy autorizadas están dando la voz de alarma. Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, se manifestaba contundente esta semana: “Una derrota de Ucrania no puede ser una opción. Todos entendemos muy bien cuáles serán las consecuencias devastadoras para Europa y los valores que representamos. Y para el mundo. Por eso es crucial actuar”. La respuesta de Bruselas tanto al asesinato de Navalny como a la crítica situación por la que atraviesan las fuerzas ucranianas, no ha podido ser, de momento, más decepcionante: otra ronda de tímidas sanciones económicas que, como hemos visto, no conducen a nada sino quizá a envalentonar todavía más al dictador ruso.

El proyecto europeo se enfrenta seguramente a la prueba más importante de su corta historia, obligado a vérselas con un monstruo que amenaza con ampliar geográficamente el conflicto

El proyecto europeo se enfrenta seguramente a la prueba más importante de su corta historia, obligado a vérselas con un monstruo que amenaza con ampliar geográficamente el conflicto y con usar el arma nuclear si falta hiciera. Razón por la cual si el viejo continente quiere seguir siendo la tierra de promisión y libertad que ha sido, probablemente no tendrá más remedio que bajar al barro de esa confrontación y arremangarse y disponerse a sufrir. “Las élites europeas son muy culpables porque han dado la espalda a los crímenes masivos cometidos por el régimen de Putin desde 2014 pensando que quizá podrían convivir con él”, asegura el académico, escritor y editor francés Nicolas Tenzer (autor, entre otros, de “Notre Guerre”). “Unas élites que, en la tradición aroniana, se niegan a distinguir entre intereses y valores y que no han visto que detrás del enfoque neoimperial de Putin hay algo más profundo vinculado a la lógica del crimen por el crimen, la lógica criminal de un Putin que amenaza los cimientos del sistema internacional creado después de Nuremberg”. Para Tenzer, como para muchos otros, el estallido de un conflicto directo con Rusia dentro de unos años es algo más que una posibilidad si ahora no se pone freno al tirano. Por eso Europa debe reactivar urgentemente su industria de defensa, más aún en la disyuntiva de un éxito electoral de Donald Trump que hiciera realidad el espectro de la retirada estadounidense de Europa, del brazo de algún tipo de compromiso con Putin.

Como esta semana escribía Olga Chyzh en The Guardian, “a solo unas semanas de las elecciones trucadas que resultarán en la reelección de Putin para un quinto mandato como presidente ruso, la muerte de Navalny presagia un futuro sombrío para Rusia, para Ucrania y para el resto del mundo. Su triunfo no es sólo una tragedia para Rusia; es una señal escalofriante para los defensores de la democracia liberal en el resto del globo”. España no solo no es un espectador neutral en este drama, como ha puesto de manifiesto el asesinato del piloto Kuzmínov en Villajoyosa, sino que es el eslabón más débil de la cadena europea, totalmente infiltrada como está por unos servicios secretos rusos cuyas conexiones con el separatismo catalán están más que demostradas. Tan cerca como este viernes, la Dirección General de Seguridad Interior (DGSI) gala denunciaba los nuevos métodos operativos de la inteligencia rusa destinados a amplificar las “fracturas internas en la sociedad francesa”. ¿Sabe algo el Gobierno de las actividades de los servicios secretos rusos en España? ¿Lo sabe el CNI? Pocas veces en la historia se habrá podido visualizar una tragedia como la nuestra, la de una nación enfrentada a sus enemigos internos –el único país del mundo cuyo Gobierno trabaja activamente en contra de los intereses mayoritarios de sus ciudadanos- y externos, totalmente al pairo, desguarnecida, indefensa ante cualquier tipo de tropelía que decida cometer no ya el dictador ruso sino el sultán de Rabat a quien nuestro Caudillito Wapo rinde pleitesía. No sería descabellado imaginarlo maquinando algún retiro dorado al lado de Mohamed en Marruecos o en el propio Gabón, junto a la fastuosa villa del rey moro, al estilo de aquel Bettino Craxi que salió por pies de Italia para refugiarse en Túnez. Nos libraríamos así de su obscena presencia, aunque nadie podría luego librarnos de la íntima, desoladora, vergüenza de haber consentido cual corderos todas y cada una de las tropelías cometidas por el personaje.