Europasotismo

Para qué preocuparnos por Europa si todavía no hemos resuelto nuestro terrorismo, si somos o no somos una nación… Y sin embargo, o nos metemos en Europa, o nunca nos desharemos de nuestro recurrente pasado. Posiblemente no hemos dado más votos porque la España eterna nos tiene prisioneros.

 

Después de la formación política recibida gracias a las grandes dotes pedagógicas de nuestros dirigentes, de los que hemos aprendido que política es seudónimo de rifirrafe y hasta de infundio, como si se tratara de una versión pública de Gran Hermano, las dos principales formaciones nos dicen que votemos, que ambas están de acuerdo y esta vez no hay manifestaciones de unos ante las sedes de los otros el día de reflexión. Pero va la gente y no vota lo suficiente. Y resulta también que en Euskadi somos los que más apostamos por el «no», de tal modo que, si se aplicaran los criterios que el PNV utiliza para argumentar que en su día no se aprobó la Constitución española, resulta que también hemos rechazado la europea.

En Gran Bretaña se les puede llamar euroescépticos. Aquí sería más adecuado llamarlos europasotas, porque seguimos en nuestra eterna siesta histórica. O nos tocan la fibra de la pasión, nos ponen unas bombas tres días antes de votar o está en riesgo la caída del imperio nacionalista de Ibarretxe, como en el milagroso 13 de mayo de 2001, o aquí se desentiende todo Blas, se ven las cosas desde el sofá y uno se entera de que Niki es un transexual. ¡Joder qué golpe!

La anécdota me la contó Rosa Díez, afónica ya de tantas conferencias ante convencidos a lo largo y ancho de toda España. Apartada del cortejo que repartía propaganda en la calle animando a la participación en el referendo, cuando se dirigía a entregarle un folleto a una señora, ésta le contestó con un cierto recelo que no le iba a dar dinero. Rosa se quedó aturdida al verse confundida con una mendiga -«¿tan mala facha tendré yo?», se preguntó- y preocupada porque su displicente interlocutora ni se había enterado de eso de Europa.

Pero tampoco hay que extrañarse. Estamos tan ensimismados de un tiempo a esta parte en lo nuestro -si un día nos vamos a despertar siendo vascos-vascos, vascos a medias o exiliados; o si los catalanes, buenos alumnos, van por el mismo camino-, en nuestras miserias, que es como para que nos vengan con un tratado europeo. Aquí la cuestión es si somos vascos, catalanes, canarios, gallegos. Lo de Europa no levanta pasión, carece de drama, parece casi una ñoñería que se impondrá, antes o después, como la única salida razonable. Pero aquí nos va la droga dura, a veces sazonada con asesinos natos a los que, afortunadamente, detiene la policía antes de que consumen sus crímenes. Como para preocuparnos por esas blandenguerías.

Antes de arriesgarse a este resultado -«los primeros en Europa»- el Gobierno tenía que haber previsto, que, metidos en apasionantes o ilusionantes procesos domésticos, lo de la Constitución europea nos iba a movilizar a los ciudadanos tanto como la música que ponen en la sala de espera del dentista o en los aviones cuando aterrizan.

Nuestro gran hermano es Ibarretxe, versión cotilla y versión orweliana. Hasta los niños hablan de vascos y vascas, de voluntad a decidir, de lo imparable de su proceso, por lo que la consulta será la suya o no será. Que no nos vengan con sucedáneos cuando tenemos en casa por la tele, la radio y la primera plana del diario, día tras día, la más genuina droga dura. La que acojona. Eso lo tenía que haber medido el Gobierno: aunque los optimistas por naturaleza no lo vean, estamos en una situación tan animada que lo otro es lo otro, el resto, un decimal, algo por lo que no merece la pena preocuparnos. Chorradicas de Beethoven, como en la anécdota adjudicada a Radio Tudela.

Para qué preocuparnos por Europa cuando todavía no hemos resuelto nuestro terrorismo, nuestra cohesión interna, si somos o no somos una nación, etc. Y sin embargo, o nos metemos hacia y en Europa, a la que necesitamos más que la mayoría, o nunca nos desharemos de nuestro recurrente pasado, de nuestra revolución liberal inconclusa, de nuestros localismos taifeños y de la falta de cultura política respecto a nuestros vecinos del norte. Posiblemente no hemos dado más votos porque la España eterna, es decir, este desastre, nos tiene prisioneros. Sólo nos puede consolar que no somos los únicos y que también hay demasiado ensimismamiento interno en muchos países europeos.

Eduardo Uriarte Romero, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 23/2/2005