- Un apabullante ejercicio de ingeniería social –y de violencia– explica que solo un 23% quiera la independencia mientras en las urnas arrasan los separatistas
Los votantes vascos, que viven en una región muy envejecida y con su creatividad empresarial en crisis, quieren seguir siendo españoles. Pura lógica, pues saben –aunque no se reconozca jamás– que con el privilegio foral les ha tocado un «cuponazo», que explica sus servicios VIP y buena parte de su alto nivel de vida. Pero al tiempo, la presión nacionalista es tal que han comprado la milonga de la excepcionalidad, un apego fanfarrón por «lo nuestro», y mitos como el de «aquí se gestiona muy bien», o como esa jocosa fábula que sostiene que un paisano de Bilbao o de Vitoria es un ser muy diferente a uno de Burgos o de Zaragoza y mucho más «identitario» (a pesar de que un tercio de la población vasca no ha nacido allí).
Como telón de fondo, la gran palanca para fomentar el extrañamiento: la promoción incansable y atosigante del vasco, pues la lengua es el pilar indispensable para forjar la nación inventada. Pero a pesar de los incontables millones dilapidados en «inmersiones», el vasco sigue prácticamente estancado en porcentajes de primera lengua de uso diario similares a los que tenía en el franquismo: alrededor de un 16% de la población, que cae al 3 % en la primera ciudad, Bilbao. El calado auténtico del vasco se puso de manifiesto con la creación de la ETB, la televisión autonómica. El PNV hubo de abrir inmediato una ETB2 en español, porque con la otra no había forma de adoctrinar, pues no se veía. Por supuesto el debate electoral televisado de estos comicios se celebró…, ¡horror!: en perfecto castellano.
¿Cuál es la razón del perenne triunfo de los nacionalistas? Pues que en el País Vasco se ha llevado a cabo uno de los mayores ejercicios de ingeniería social de Europa con el objetivo de crear una nación donde nunca hubo tal (en el siglo XVII los franceses empezaron a hablar de «Vasconia» y la propia palabra «vasco» se implanta en el XIX). En el marco de ese rodillo nacionalista se llegó incluso durante seis décadas a recurrir al terrorismo, provocando un enorme exilio y un miedo endémico. La intoxicación nacionalista cobró alas también gracias al imperdonable repliegue allí del Estado y la cultura española tras la muerte de Franco. Pero las tres provincias están tan imbricadas en España que aquí siguen, a pesar de la lamentable abulia de nuestros sucesivos Gobiernos (por no hablar ya de la rendición del PSOE, que hoy es filonacionalista y que ha concedido vitola de «progresista» a una ideología de médula xenófoba).
El éxito de la invención de la nación vasca es tal que hasta muchos políticos defensores de la unidad de España, incluido el propio líder de la oposición, emplean hoy encantados el neologismo «Euskadi», inventado hace 123 años por el bilbaíno Sabino Arana, un exaltado racista, xenófobo y machista, que pasó de su carlismo familiar a idear un nacionalismo vasco que nunca había existido. Sabino no solo se sacó de la manga «Euskadi». También lanzó la leyenda de que aquel paraíso irreal había sido arrebatado por las garras españolas y tocaba recuperarlo. Los hermanos Arana dibujaron además la Ikurriña, estrenada en un sarao del proto PNV en 1894.
No me extiendo más sobre la fantasías del nacionalismo vasco, pues existen dos insuperables libros de Jon Juaristi que las desmontan de manera inapelable: «El bucle melancólico» y «El linaje de Aitor». Deberían ser lectura obligada para los señores Pedro y Alberto –en el hipotético caso de que además de tuits lean libros–, pues les servirían para construir una alternativa intelectual y política para el País Vasco distinta de la fantasía araniana, esa que el gran Juaristi llama «el consenso abertzale» y que hoy somete a casi toda la sociedad vasca.
El Barrio Gótico de Barcelona no tiene nada de gótico. Es un bonito pastiche de comienzos del siglo XX para atraer al turismo y para reivindicar una supuesta esencia catalana ancestral. El encantador barrio se Santa Cruz sevillano que fascina a los turistas con su esencialismo es una obra al hilo de la Exposición Iberoamericana de 1929. Y Euskadi es una creación de Arana, que basó su neologismo en una palabra en vasco que significaba adorador del sol, pues según él tal era el culto de los primitivos vascos (no nos aclaró si se aplicaban Nivea). Pero como Sabino muere con solo 38 años no le da tiempo a continuar dando la lata. El verdadero impulsor del nacionalismo será el naviero y propietario de minas Ramón de la Sota, uno de los mayores plutócratas españoles de su época, cuyo auténtico móvil era plantarse contra el arancel de Cánovas, que no venía bien a sus negocios.
La tradición puede inventarse, como explica de manera clara e irónica el ensayo «La invención de la tradición», de Hugh Trevor-Roper y Eric Hobsbawm. Allí podemos descubrir, por ejemplo, como se inventó la coña de las ancestrales singularidades escocesas. Sus gaitas eran tan antiguas… que cuando en 1707 se firma la unión con Inglaterra todavía no existían como tales. El distintivo «kilt», la famosa falda escocesa que se pierde en la noche de los tiempos, data en realidad del siglo XVIII, y para más señas la inventó -vaya por Dios- ¡un inglés!
Pero la mitología nacionalista funciona, como veremos de nuevo cuando se abran las urnas del País Vasco (y ni siquiera ese nombre es realmente antiguo, aunque sí algo más viejo que «Euskadi», pues lo inventaron en la época época post napoleónica los parisinos que acudían en verano a tomar los baños en la deliciosa Aquitania).
Dígale hoy usted a cualquier escolar vasco, por supuesto escolarizado en el preceptivo «euskera» –otra creación de laboratorio, ideada a finales de los 60 para acabar con las confusas variantes dialectales– que «Euskadi» no existe desde miles de años. Lo tomará por un fachosférico chiflado.