Antonio Elorza, EL CORREO, 6/4/12
El PNV tiene que moverse en la contradicción de juzgar el «cese» de ETA irreversible y paralelamente opinar de «la auténtica paz aún lejana en Euskadi»
Mal empezamos. El manifiesto del PNV para el Aberri Eguna arranca de la contraposición de dos nacionalismos opuestos, y ambos desechables, por haber causado «víctimas, dolor, sufrimiento y odio». Para la condena del primero el redactor del documento jeltzale acude a un acontecimiento trágico, el bombardeo de Gernika, del que ahora se cumple el setenta y cinco aniversario. La referencia al segundo está en cambio envuelta en eufemismos, aun cuando sea fácil adivinar el sujeto detrás de «quienes practicaron la violencia asesina e inhumana contra todo un universo de discrepancia». Sucede, sin embargo, por lo que toca a Gernika, que el bombardeo ejecutado por la Legión Cóndor en nombre de «la España una, grande y libre» del general Franco, quien tras la victoria mantuvo su política de represión, pero el sujeto pasivo de la misma no fue solo «el pueblo vasco», sino el conjunto de los españoles demócratas, desde las ciudades como Madrid o Barcelona que sufrieron bombardeos mortíferos en reiteradas ocasiones, hasta las fuerzas políticas de oposición, que compartieron cárcel, torturas y ejecuciones. No es, pues, lícito sugerir que hubo dos polos del mal, España y ETA, ésta «en el nombre de nuestra patria», ya que la España democrática hubo de atravesar también una larga noche, sin pifias tales como la rendición de Santoña, al término de la cual, al lado de los nacionalistas vascos, estableció por vez primera en la historia el autogobierno unificado de Euskadi, en la forma de un Estatuto que permitió al propio PNV desempeñar el papel de protagonista de la construcción nacional vasca.Si en vez del dualismo primario que preside el manifiesto, fuera tenida en cuenta esa historia que tanto invoca, la cuestión ahora sería ver cómo iba a plantear el PNV la reanudación de su versión de la construcción nacional vasca, una vez recuperado el Gobierno verosímilmente en 2013, y cómo iba a resolver la incógnita de esa ETA supuestamente hibernada para siempre, pero que sigue sin disolverse, adoptando resoluciones sobre los makos y en natación sincronizada con la izquierda abertzale. En definitiva, cómo consolidar una democracia degradada durante décadas por los impactos del terror y articular con las restantes fuerzas un consenso que demuestre a ETA la inutilidad de sobrevivirse a sí misma.
Al parecer, no es éste el propósito de la dirección jeltzale, sino declarar clausurado un ciclo histórico con el «cese definitivo» de la acción de ETA y dar con rapidez un paso hacia la autodeterminación. Todo muy sencillo, de cara a sostener la puja con Batasuna en la subasta del soberanismo. Solo que como pudo observarse con la legalización de Bildu, las ambigüedades del PNV, obligado a dar por bueno el fin de ETA y a presionar sobre el Gobierno de Madrid para una excarcelación progresiva de etarras, aun condenando la violencia de su pasado, y a rechazar el camino recto hacia la independencia de Batasuna pero proclamar que ese es también su objetivo, faltaba más, llevan al viejo partido a colocarse en una posición de inferioridad allí donde la implantación nacionalista es más acusada. Las dos elecciones de 2011 prueban el coste de esa política de coexistencia entre el justo medio y el dualismo de los fines. Tiene que moverse en la contradicción de juzgar el «cese» de ETA irreversible y paralelamente opinar de «la auténtica paz aún lejana en Euskadi».
A la hora descalificar a los Gobiernos de Madrid y de Vitoria, la izquierda abertzale lleva ventaja y resulta difícil entender qué tipo de paz auténtica y completa es la que todavía falta, salvo que el PNV se refiera a que no existe paz posible en Euskadi si no se cumplen los objetivos del nacionalismo; también en este punto el partido de Urkullu va a remolque de sus competidores radicales. La disolución de ETA no figura en el texto, tal vez porque la presencia de ETA en la política vasca al modo de la estatua del Comendador es algo irrelevante. Esta ceremonia de la confusión en el Manifiesto no es por lo demás evitable, si el fondo de la cuestión es que «ya no hay excusas» para detener el tren de la soberanía vasca. Sabino Arana, con su «personalización de un sujeto poético» (sic), el Pueblo Vasco, encarnado en su partido, regresa al presente, eso sí, convenientemente edulcorado y falseado.
Paradójicamente, con la rotunda oposición del Gobierno Rajoy a cualquier cambio mientras ETA no se desarme ni se disuelva, más el fin de las esperanzas en la supresión de la ‘doctrina Parot’, la izquierda abertzale se encuentra temporalmente en un callejón sin salida. La carta de ETA a los makos sería una prueba de que suscribiría el elogio de Stalin a la virtud revolucionaria de la paciencia. En definitiva, una vez establecido el firme control vigente sobre el colectivo de presos, éstos vuelven a ser un aliciente para la movilización, en las calles y de los futuros electores nacionalistas, más Otegi como emblema. Argumento también para gritar alto y fuerte en Pamplona que la «independencia de Euskal Herria» es necesaria, sin que importe el dato de que sólo una minoría de navarros vote nacionalista vasco. Como decía mi hijo de pequeño, es que muchos navarros son así: no saben que son vascos. Así que se vayan enterando, y de momento pueden entrenarse quitando nombres ultraibéricos a las instituciones culturales. Como tampoco importa al PNV que sólo una minoría de vascos sea independentista. Los «vascos de refugio», como llama el Manifiesto a la última oleada de inmigrantes, ya votan en parte al nacionalismo. Los demás no cuentan. Los tiempos de crisis en los grandes Estados son propicios para su fragmentación. Acierta aquí el PNV. Es hora de que el pueblo vasco recupere «una soberanía que le era propia», y que nunca existió. Una vez más en el caso vasco el mito se dispone a hacer historia.
Antonio Elorza, EL CORREO, 6/4/12