Pedro José Chacón, EL CORREO, 28/9/12
Dos son las peculiaridades que distinguen a Euskadi de todos los demás territorios con personalidad histórica de España, a excepción de Navarra, a saber: el euskera, lengua única y sin origen científicamente conocido, y el entramado institucional, basado en tres circunscripciones provinciales, distintas de cualesquiera otras españolas por su hondura y densidad histórica, que se saben unidas a España desde siempre bajo una misma Corona. Ignorar ambas realidades conlleva graves quebrantos políticos en las urnas. No obstante, tergiversarlas y manipularlas interesadamente ha sido también moneda corriente entre nosotros. Desde los inicios de la Transición, la mayoría que apoya al euskera cree hacerlo porque piensa que con ello se aleja de España, lo cual es un craso error histórico demostrable documentalmente: quienes empezaron aquí a preocuparse por el futuro del euskera fueron políticos e intelectuales que se consideraban a sí mismos los primeros españoles. Y los hay también que defienden la arquitectura institucional vasca porque piensan que eso les hace más nacionalistas y les enfrenta al resto de España: error histórico del mismo calibre que el anterior y a analizarlo someramente dedicamos el presente artículo.
Si bien el nacionalismo vasco en todas sus ramas surge con Sabino Arana Goiri, su desarrollo y predominio en Euskadi hasta la Guerra Civil y aun después corresponde fundamentalmente a la familia Sota, con sus enormes medios financieros y también humanos, pues el propio Ramón de la Sota hijo llegó a presidir la Diputación de Bizkaia. Ese auge se debió al pragmatismo y al realismo político de toda una generación, en la que se sitúan Aguirre e Irujo, y que marginó el radicalismo de Luis Arana Goiri y de epígonos como Gallastegi y Monzón, que luego resurgirá con la primera ETA. Quiere decirse que el nacionalismo vasco entendió muy pronto que solo a través de la gestión de las instituciones enraizadas en la Monarquía hispánica era posible intentar inculcar en la ciudadanía un espíritu nacionalista y, en el extremo, independentista que hasta entonces nunca había existido. Y en la estrategia de este nacionalismo autonomista estaba en primer lugar la apropiación y fomento de un sentimiento foral que se extendía a todas las capas de la población vasca desde el último cuarto del siglo XIX.
En efecto, el foralismo consistió en un programa reivindicativo que apelaba a la historia y a la tradición conculcada tras el fin de las guerras carlistas, que se sustanciaba en la pérdida foral, iniciada para el nacionalismo en 1839 pero realmente efectiva solo a partir de 1876. Fue desde 1878, con el primer Concierto Económico, cuando las élites liberales vascas empezaron a construir, alrededor de esa concesión del presidente del Gobierno español de entonces, don Antonio Cánovas del Castillo, un entramado competencial que se fue adensando con el tiempo y transformándose en reclamación autonomista. Fueron esas élites liberales conservadoras y tradicionalistas vascas las que fundaron, bajo el auspicio real no se olvide, las instituciones defensoras de la cultura vasca (Eusko Ikaskuntza y Euskaltzaindia) y las que afianzaron institucionalmente, cuando el nacionalismo era aún minoritario, el foralismo político, basado en la consideración del País Vasco y Navarra como partes diferenciadas dentro de España y para las que la Corona tenía la importancia capital de constituir el símbolo de su nexo de unión y permanencia en ella a través del tiempo.
Quedan por investigar en profundidad las causas y formas por las que, en la Transición, las derechas vascas españolistas se vieron arrolladas por los acontecimientos, inmersas en un panorama político abierto súbitamente, tras la muerte del dictador, que iba desde los herederos del franquismo hasta los comunistas de Carrillo, pasando por todos los nacionalistas periféricos. Las derechas vascas españolistas, porque hay que hablar en plural de un segmento de la política vasca y española que atesora mayor recorrido histórico-político que ningún otro, tuvieron entonces que empezar a resarcirse de dos lastres a cual más paralizante. Por un lado, la vampirización que sobre ellas había ejercido el franquismo, que hay que recordar que acabó, por lo que al País Vasco se refiere, con toda la tradición carlista y liberal conservadora: los primeros que tuvieron que sufrir y lamentarse por la derogación del Concierto Económico en las «provincias traidoras» fueron todos los vizcaínos y guipuzcoanos que habían luchado por su religión y sus tradiciones, integrando los tercios de las Brigadas de Navarra que tomaron Guipúzcoa y luego Vizcaya. A consecuencia de este primer lastre, el nacionalismo vasco se quedó con todo el argumentario político del foralismo y fue exclusivamente con ese bagaje teórico con el que negoció la presencia de lo vasco en la Constitución de 1978. Y, por otro lado, segundo lastre, empezó a actuar de manera inmisericorde un terrorismo etarra absolutamente incapaz de distinguir entre fascismo, tradicionalismo, liberalismo conservador o progresista: para los ideólogos de ETA España siempre ha sido y será franquista o fascista, tanto da.
El foralismo, como columna vertebral de la política vasca contemporánea, significa la defensa del entramado institucional, político, financiero y cultural de sus tres territorios históricos, con identidad política propia y diferenciada, tanto entre ellos como respecto del resto de las identidades españolas, y a la vez unidos entre sí en la Comunidad Autonóma Vasca, y al resto de España a través de la figura del Rey, mediante un pacto simbólico mutuamente respetado a lo largo de la historia. Quien no entienda esto así tiene pendiente demostrar que cabe otra forma de concebir este país y que sea viable para una mayoría de sus ciudadanos.
Pedro José Chacón, EL CORREO, 28/9/12