Las formulaciones nacionalistas sostienen que hay un Pueblo vasco entendido como un hecho natural, cuya existencia se determina a partir de datos físicos o biológicos. Sólo desde la mala fe o la vocación represora puede alguien oponerse a que se consulte a los vascos si quieren ser lo que quieren ser, cuando hasta el geomagnetismo confirma que somos diferentes?
Ya está claro todo, el porqué las singularidades vascas. Es por el magnetismo. Se ha sabido ahora, cuando han elaborado el Mapa Mundial de Anomalías Magnéticas. ¿Qué han encontrado? Que la mayor anomalía magnética de la península ibérica está justo aquí. Incluye «casi todo el territorio del País Vasco». Los científicos no consiguen explicárselo, «es un misterio para los especialistas». Han elaborado una hipótesis: que se desgajase en su día un trozo de la corteza terrestre y emigrase, provocándose las alteraciones magnéticas. Dicen que este pedazo de corteza que marchó a su libre albedrío está nueve kilómetros debajo de Bilbao. O sea, que si nos ponemos a escarbar debajo del Guggenheim daríamos con el tramo de corteza terrestre que tiene la responsabilidad de todo: tras hurgar, podría cogerse un fragmento y colocarlo después en la Casa de Juntas, para homenaje perpetuo.
Porque de eso se trata, de que quizás hemos dado con la causa inmediata de nuestra singularidad. Una medicina alternativa asegura que el magnetismo tiene enormes influencias en el ser humano, y que esto lo sabían desde tiempos de Maricastaña. Una de las pruebas que alega es que Cleopatra dormía con un imán para retrasar el envejecimiento, si bien no parece ejemplo bien traído, pues la interfecta se quitó de en medio antes de comprobar si tras tanto dormir imantada el asunto funcionaba. Pero aseguran los biomagnetistas que el magnetismo cura enfermedades, elimina la grasa, proporciona «una gran felicidad», influye en el Ph sanguíneo, estimula el cerebro y combate el estreñimiento. Bien está, por lo que nos toca a los vascos de forma natural.
Cabe algún escepticismo sobre tantas virtudes, pero ¿cómo dudar de la influencia del magnetismo en el hombre (y en la mujer), si se tiende a suponer que hasta los planetas y constelaciones horoscópicas guían nuestra vida, desde tan lejos? No es ya que lo avisaran Mesmer o Paracelso, siglos ha. Es que Kioichi Nagakawa se encontró que los edificios modernos, por las técnicas constructivas, colapsan las fuerzas del magnetismo terrestre y a quienes viven o trabajan dentro les entra el «síndrome de deficiencia magnética», se quedan hechos polvo, les duele la cabeza, cogen insomnio y cansancio y les entra rigidez en la espalda, y sólo pueden combatir la flojera en contacto con la naturaleza, recomendándoseles que caminen sobre las hierbas con los pies descalzos. Todo por quedarse sin magnetismo. Si los japoneses son tan susceptibles al magnetismo, imagínense los vascos, toda su larga historia encima de una superalteración magnética de caballo. Es inevitable que haya producido sus efectos sobre el hombre vasco. Por poco que influyan cada día sus raras hondas magnéticas, los vascos han estado expuestos a su influjo desde hace milenios y a la fuerza tiene que cundir. Desde hace 7.000 años (o incluso más, si contamos la evolución del Cromagnon al vasco-vasco). ¿Qué de extraño tiene que generación tras generación nuestra singularidad magnética repercutiese en la conformación del vasco y de la vasca?, ¿qué hay de malo en advertir que la identidad de los vascos tienen causas naturales, de honda raigambre? Hay quienes aseguran que la aplicación del magnetismo a un individuo le influye en el Ph sanguíneo. ¿Cómo no admitir por tanto que tan raros magnetismos a lo largo de 7.000 años sobre toda una comunidad repercuta en el Rh sanguíneo? Y así sucesivamente, los descubrimientos vienen a avalar lo que desde tiempos remotos intuía el vasco, su singularidad objetiva, que venían avalando, asegura el nacionalismo, antropólogos, genetistas, lingüistas, médicos, paleoantropólogos y demás. Pues ahora también el magnetismo terrestre. Miel sobre hojuelas.
Todo encaja. Téngase en cuenta que las formulaciones nacionalistas sostienen que hay un Pueblo vasco entendido como un hecho natural, cuya existencia se determina a partir de datos físicos o biológicos, el punto de partida de la gestación de una identidad propia a lo largo de los milenios. Las alteraciones magnéticas, por tanto: por fin tenemos la explicación de que mes a mes, durante setenta siglos, se fuese introduciendo tanta singularidad identitaria -aquí una costumbre, allá una variante idiomática, acullá el concepto de lo propio, otrora una mutación craneal, otro día el apego a la tierra, por fin el desprecio de lo ajeno-. Está el vasco hipermagnetizado. Debe anotarse como otro dato de los que definen la hiperidentidad vasca, así como el derecho natural a marcar la diferencia. ¿Cómo pueden oponerse a que se consulte a los vascos (y a las vascas) si quieren ser lo que quieren ser, cuando hasta el geomagnetismo confirma que somos diferentes y poco tenemos que ver con los entornos? Quien se oponga, contra tanta evidencia, sólo peca de mala fe o de vocación represora nata.
El descubrimiento abre ingentes posibilidades, nunca imaginadas. ¿No podría descubrirse un acelerador de alteraciones magnéticas? Enfocado hacia el pedazo de corteza que lo ha liado todo -la piedra-madre de los vascos, podríamos decir- podría incrementarse nuestro magnetismo privativo y reforzar los rasgos identitarios, lo que redundaría en la felicidad social de los vascos.
Hay otra posibilidad. Toda vez que la piedra-madre se desgajó y emigró, quizás con el tiempo y algún esfuerzo podría conseguirse que siguiera rauda su camino, con todo el territorio vasco a cuestas (y nosotros dentro). Primero se desgajaría de los Estados opresores y después se desplazaría por los mares, en plan Pueblo Errante, para admiración del mundo, rabia de tanto opresor del que escaparíamos y deleite de los vascos. Esta imagen de Euskal Herria en deriva continental será de momento ciencia ficción, pero soñar no cuesta nada. Alcanzada así la independencia física, podría dedicarse el vasco a sacudirse el uno al otro, hipermagnetizado, sin injerencias ni mejillas intermedias.
Manuel Montero, EL PAÍS, 26/11/2007