ABC 03/11/16
IGNACIO CAMACHO
· Ser ministro es la cumbre que permite a un político sentirse asomado al balcón de la Historia como un amo del universo
CUALQUIER presidente autonómico tiene en esta España descentralizada más poder efectivo que la mayoría de los ministros. Elegidos por sufragio universal, ejercen con pompa y séquito de virreyes; manejan más recursos y disponen de mayor capacidad de decidir sobre cosas concretas, sobre los servicios públicos que afectan a millones de ciudadanos. Bastantes de ellos, sin embargo, han abandonado sin dudar un instante sus relevantes cargos por una llamada del jefe del Gobierno, a menudo para ocupar una cartera de es caso brillo, limitada influencia y menguado presupuesto. Cuarenta años de sobre dimensiona dí simo Estado cuasi federal no han logrado cambiar el prestigio simbólico, el aura triunfal que desde el siglo XIX representa en la jerarquía política un Ministerio.
Ser ministro, aunque sea por un rato, sigue siendo la aspiración máxima de todo político profesional. La que le permite sentirse en la cumbre de su carrera, asomado al balcón de la Historia como un amo del universo. Mucho más allá del servicio a la nación, representa el concepto de «haber llegado», la justificación de tantas horas dedicadas a la militancia o a la conspiración, la refutación definitiva y tajante de las dudas familiares ante un esfuerzo tan poco grato. Y es el único puesto cuyo ascendiente y proyección pública pueden convencer a un profesional o empresario de éxito para renunciar a beneficios millonarios por un empleo temporal de altísimo desgaste a cambio de un salario bruto anual de 69.000 euros. Les compensa el sentimiento de élite, la firma en el BOE, la probable paternidad de alguna ley, el vértigo del cuadro de mandos del Estado. Hasta la cosquilla de posteridad de merecer algún renglón de libro de texto o acabar, tras el inevitable cese, convertido en un solemne retrato. Ministro aunque sea de Marina, como decía un prócer franquista que jamás había visto de cerca un barco.
Por eso los ministrables –que no deja de ser una categoría fantasma, basada en un mérito especulativo– viven estos días en estado de ansiedad, pendientes de la batería del móvil y pegados a él como si fuese un tercer brazo. Sin aceptar que son candidatos a ex, quizá sólo a una vaga ex…pectativa. Observando sus zozobras conviene pensar, por ejemplo –hay muchos más, ¿verdad, Manuel Chaves?–, en Alberto Ruiz-Gallardón, uno de los políticos más brillantes de los tiempos recientes. En tres lustros de presidente regional y alcalde transformó Madrid y se labró un liderazgo nacional indiscutible. Tenía popularidad, proyecto, estilo: era aspirante a todo. Rajoy le otorgó en 2011 la cartera de Justicia y le encargó reformas de las que luego acabó arrepintiéndose. Gallardón, que siempre había dependido de sí mismo, se convirtió en empleado por cuenta ajena. Un día el presidente cambió de idea y lo dejó caer hacia la nada como el niño que se aburre de un juguete. Sic transit. Fin de la cita.