MIQUEL ESCUDERO-EL CORREO

Nadie ignora que hoy estamos interconectados como nunca antes en la historia. Esta capacidad impulsa el establecimiento de un mundo intercultural, donde todos, al recibir estímulos de mil referencias distintas, podemos incorporar aspectos nuevos a nuestro repertorio de gustos, ideas y creencias. De este modo, y a pesar del puritano conservadurismo nacional, se hace trizas el concepto inmutable de las identidades para consolidar el de identidades solapadas.

Diez años después de las terribles bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, Faulkner dijo en Japón que quería corregir los defectos de su país, Estados Unidos, por amarlo lo suficiente. Y que el único modo que tenía a su alcance era avergonzarlo, criticarlo y mostrar «sus momentos de vileza y sus momentos de honestidad, integridad y orgullo». Ejercer esta libertad de crítica supone no reparar en los acosos ultras que uno vaya a recibir al ser tachado de traidor.

En efecto, aún hoy muchos tienen un sentimiento exagerado de pertenencia a un país, lo que les hace cerrados e intolerantes a nuevas realidades. Moderar ese sentimiento no es renegar de tu país, sino afirmar la condición humana y abrirse con libertad a sus posibilidades. Hace un siglo, Francesc Pujols escribía que «Cataluña es el único pueblo de la Tierra que camina por el camino de la verdad, sin apartarse nunca de él», lo decía en serio. Añadió que algún día «ser catalán equivaldrá a tener los gastos pagados allá donde vaya»; un delirio que empuja a la rechifla.

Se dirá que hoy esto ya no se piensa, pero mucha gente pretende aún estar por encima de los otros mortales que no son de su tribu y no llevan su uniforme.