JON JUARISTI-ABC

  • La pertinaz coprolalia del Ministerio de Igualdad etcétera etcétera, aunque normal en su cúpula, parece un poco excesiva

La Secretaria de Estado del Ministerio de Igualdad etcétera etcétera ha declarado que su cargo es una anomalía. El mentor ideológico de su partido, Ernesto Laclau (uno de los grandes plastas del planeta rojo) no habría estado de acuerdo. Para Laclau (1935-2014), lo característico del populismo no es la anomalía, sino el exceso: «un exceso peligroso», decía el tío. La Secretaria de Estado precisa que «por eso tenemos la diarrea legislativa que tenemos». Ya Laclau sostenía que la retórica del populismo «excede el concepto». Veamos: la diarrea no es una anomalía, sino un exceso. Entre la diarrea (Heráclito) y el estreñimiento (Parménides) existe un término medio: Aristóteles (nada con exceso, el justo medio). Cómo vas a asaltar los cielos hundido, hundida, hundide en el estiércol. Dios «alza al pobre del estiércol» (I Samuel, 2, 8; Salmos, 113, 7), pero el pobre debe ayudarse a sí mismo. Con una dieta rica en pectinas, por ejemplo.

Jovellanos, en su día, intentó explicar lo que pasaba con los excesos. Teniendo a la vista la experiencia francesa del Terror revolucionario de 1793 y temiéndose que en España las cosas pudieran derivar en algo parecido, escribió, por las fechas de la Paz de Basilea, aquellos estupendos versos de la Sátira II a Arnesto: «Todo/ se precipita. El más humilde cieno/ fermenta y brota espíritus altivos/ que hasta los tronos del Olimpo se alzan». No los alza hasta allí Dios, sino la fermentación del «más humilde cieno».

Jovellanos escribió estos versos acordándose de ‘El ente dilucidado’, del capuchino Antonio de Fuentelapeña (1628-¿1702?), un tratado que explicaba con rigor escolástico cómo los duendes, trasgos y demás gentuza que puebla el aire no son ángeles buenos ni malos ni mucho menos almas en pena, sino animales irracionales que brotan espontáneamente de los miasmas emanados desde las letrinas y, en general, desde aquellos lugares en los que se acumula la suciedad.

El padre Benito Jerónimo Feijoo, que nació el mismo año en que se publicó ‘El ente dilucidado’ (1676), se preguntaba en su ‘Teatro crítico universal’ (III, 4, I) por qué el capuchino había decidido que «los Duendes (…) son una especie de animáles aéreos, engendrados por putrefacción del aire y vapores corrompidos», cuando le habría sido más sencillo negar lisa y llanamente su existencia. Jovellanos había estado de acuerdo con Feijoo hasta que se enteró de lo que hacían en Francia los incorruptibles jacobinos. Después de saberlo pensó que la teoría del padre Fuentelapeña se ajustaba más a los hechos comprobados. Hay que reconocer que el uso de «el más humilde cieno» como eufemismo poético que evita la mención directa de la caca resulta más elegante incluso que las menciones bíblicas del «excremento humano». En fin, nada con exceso, duendecillos, duendecillas y cagoncetes en general.