No sé lo que ocurre en el universo subatómico cuando dos plasmones excitados chocan entre sí. Pero sí sabemos lo que sigue al choque de dos ‘nacionalismones’: el más absoluto vacío comunicativo, la pérdida total de capacidad de acuerdo.
Espero me disculpe Pedro Miguel Etxenike, pero cuando el pasado miércoles leí en este diario la noticia de que el Ministerio de Educación y Ciencia le había otorgado el Premio Nacional de Investigación en el área de Ciencias Físicas (merecido reconocimiento que se añade a una larga lista de distinciones) no pude evitar fijarme en uno de sus últimos logros como investigador, que la noticia formulaba así: la «predicción de la existencia de una nueva clase de excitaciones colectivas (plasmones) localizadas en superficies metálicas». Una de mis grandes frustraciones intelectuales es la de haber padecido esa absurda separación entre las llamadas cultura científica y cultura humanista, separación que de adulto he querido salvar sólo con relativo éxito mediante la lectura de obras científicas, en particular referidas a esa fascinante física cuántica de la que Etxenike es un referente internacional. Así y todo, tanto esfuerzo por recuperar el tiempo perdido apenas si me ha servido para comprender la urdimbre básica de la nueva física y, sobre todo, para encontrar en ella ideas, imágenes y metáforas que alimenten lo que otro destacado físico catalán, Jorge Wagensberg, ha llamado en uno de sus libros «ideas para la imaginación impura».
El caso es que la imagen de esas ondas de electrones llamadas plasmones recorriendo excitadas una superficie metálica ha despertado mi imaginación analógica. La democracia española presenta una superficie metálica sumamente proclive al acogimiento de toda suerte de excitaciones colectivas. Esa superficie se llama nación. De entre las excitaciones colectivas que recorren la piel de metal de España destaca una que no es nueva, sino muy vieja: podríamos denominarla ‘nacionalismón’, pero no quiero abusar de las analogías. Así que llamémosla por su nombre: nacionalismo. O mejor, nacionalismos, en plural, para que nadie se sienta señalado en solitario y todos se vean colegiadamente aludidos. La sobreexcitación nacionalista es, hoy, el principal riesgo para la convivencia y combatirla debe ser tarea obligada para cualquier persona responsable.
No basta con fotografiarse tomando cava catalán rodeado de empresarios del sector: hay que repudiar las estrategias de excitación nacionalista alimentadas desde el entorno del Partido Popular. Pero tampoco es aceptable pedir respeto hacia aquellos que defienden el nuevo Estatuto, como hace la Plataforma Respecte per Catalunya, a la vez que se ignora la presencia en Cataluña de iniciativas como la de quienes, acogidos a la patente de corso del independentismo, impulsan una despreciable ‘Federació catalana de tir al feixista’ y se animan (se animalizan) al son de una canción que dice: «Apunta, dispara, vuelve a cargar. Practicaremos el tiro al fascista hasta que no quede ninguno».
No sé lo que ocurre en el universo subatómico cuando dos plasmones excitados chocan entre sí. Pero sí sabemos lo que sigue al choque de dos ‘nacionalismones’: el más absoluto vacío comunicativo, la pérdida total de capacidad de acuerdo.
Imanol Zubero. El Correo, 30/10/2005