Un día después de mostrar su —ahora confirmamos, insincero— arrepentimiento por las manifestaciones racistas y xenófobas vertidas en las redes sociales, Quim Torra subió ayer a la tribuna de oradores del Parlamentcon una misión nítida: dejar claro a las fuerzas políticas con representación parlamentaria, dentro y fuera de Cataluña, así como al Gobierno y, con él, a todos los españoles, que el soberanismo, lejos de reconocer error alguno entre los múltiples y muy graves cometidos hasta la fecha, está dispuesto a redoblar la apuesta en pos de una independencia a lograr ilegal y unilateralmente.
Que ese objetivo haya dividido como nunca a la sociedad catalana, forzado la huida de miles de empresas, desembocado en la suspensión provisional del autogobierno y llevado a la cárcel a los que lideraron tan colosal disparate no parece arredrar a Torra: al contrario, parece estimularle a continuar y ahondar en la peligrosa senda del conflicto institucional y la confrontación civil.
Tampoco parece importar al candidato a president que sus objetivos exijan, una vez más, pasar por encima de las instituciones del autogobierno, la voluntad de la sociedad catalana, los derechos de los parlamentarios, los tribunales de justicia, el Estatut de Autonomía y la Constitución Española. Con Torra, el secesionismo se quita una vez más la máscara y evidencia que, en el camino hacia la independencia, la democracia y los derechos individuales son completamente prescindibles. La construcción de una república independiente deviene así en fe religiosa que legitima de forma autónoma todos los medios empleados en lograrla sin necesidad de recurrir a marco legal ni democrático alguno ni de respetar los derechos de la ciudadanía.
La UE no va a avalar el peligroso giro hacia el choque institucional que plantea el candidato
Lo más grave y preocupante es que su discurso, duro, demagógico y sin la más mínima concesión o reconocimiento a nada o nadie que simbolizara otras posiciones políticas y sentires de la sociedad catalana, solo puede ser entendido como una provocación directa al Estado para lograr, desde el “cuanto peor, mejor”, una internacionalización que favorezca a los intereses secesionistas y ayude a doblegar a los demócratas.
Nada de ello va a ocurrir. Ni la Unión Europea va a avalar el peligroso giro hacia el conflicto y la exclusión que plantea Torra ni el Estado ni la Constitución van a ser doblegados por este nuevo empuje secesionista. No cabe duda de que el Estado reaccionará, oportuna y contundentemente, a cualquier intento de desbordamiento del Estatuto de Autonomía. Por eso, a quien debe preocupar sobremanera y en primer lugar el discurso de Torra es a la sociedad catalana.
Los secesionistas han dejado claro que tienen una política: la provocación
Porque tal y como ocurriera con Puigdemont, la única consecuencia probable del intento de acercar la independencia será el alejamiento del autogobierno o su vaciamiento. Y porque un nuevo empuje secesionista romperá la sociedad y hundirá la economía.
La anterior legislatura catalana, concluida abruptamente con el artículo 155, estuvo dominada por las improvisaciones, tacticismos y dudas dentro del soberanismo. El procés avanzó en zigzag, sin que se pudiera adivinar nunca su rumbo ni su final. Pero ahora la situación es bien diferente, pues donde Puigdemont improvisó, el candidato anuncia con todo detalle un escenario que solo puede llevar al conflicto y al caos.
Al asegurar que el presidente legítimo es Puigdemont, Torra se hace un flaco y revelador favor a sí mismo: reconoce que carece de otra legitimidad para gobernar Cataluña que el dedazo de un expresidente huido por haber violado las leyes que rigen la convivencia democrática en Cataluña. ¿Es Torra el hombre en quien la mayoría de la Cámara piensa depositar la responsabilidad por su futuro, político y económico?
En el resto de Europa sería inimaginable que alguien con las credenciales xenófobas y excluyentes de Torra pudiera dirigir una fuerza de policía con más de 17.000 integrantes, recaudar impuestos para organizar los servicios públicos, educar a sus hijos con pleno respeto de la pluralidad y garantizar la calidad y el rigor de las informaciones producidas y difundidas en la corporación de medios públicos. Pero todo ello, al parecer, sí que es posible plantearlo en la Cataluña de los secesionistas de hoy, tan distante de los valores y principios que la han hecho siempre grande.
La investidura de Torra, de tener lugar, va a exigir a las fuerzas constitucionalistas dar una respuesta clara y contundente, por supuesto, en el plano legal cuando se viole la ley, pero sobre todo en el plano político. Los secesionistas han dejado claro que tienen una política: la provocación. Los constitucionalistas deben tener una propia que vaya más allá de la reacción a cada nuevo paso de esa provocación.