Bernard-Henri Lévy-El Español 

Una de las armas de Putin en su guerra sin cuartel contra Ucrania es el estatus del que goza Rusia como miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Y el famoso derecho de veto que lleva consigo ese estatus es lo que le permite bloquear cualquier resolución que no sea de su agrado, que le sea desfavorable o que se interponga en el camino de sus intereses y crímenes.

Esta monstruosa absurdez se remonta, como siempre se dice, a los días que vinieron tras la Segunda Guerra Mundial y a la decisión de concederle este estatus en la recién creada ONU a los cinco vencedores, incluida la URSS.

Sin embargo, hay otro acontecimiento del que se habla con menos frecuencia y que no se reviste de tanta gloria. Tuvo lugar el 21 de diciembre de 1991. En ese momento, la URSS está a punto de disolverse de manera oficial. Once de los quince Estados que surgen de esta disolución, y que entonces gozan de soberanía, se reúnen en Alma-Ata, en Kazajistán. Están allí para repartirse los vestigios de la difunta entidad y para saber, en particular, cuál de ellos recibirá el preciado puesto de miembro permanente de las Naciones Unidas.

Tras horas de debate, la respuesta llega bajo la forma de una sencilla carta que le dirige Borís Yeltsin al secretario general de las Naciones Unidas que, en esencia, reza: «Nosotros, las naciones del antiguo Imperio soviético, ahora constituidas como Comunidad de Estados Independientes (CEI), hemos deliberado y tengo el honor de notificarle que la Federación Rusa es la sucesora de la URSS y ocupará su puesto en las Naciones Unidas, por lo que se le concederán en lo sucesivo los derechos que le correspondían a esta».

El destinatario de la notificación podría haber señalado que no hay nada en la Carta que permita a un grupo de Estados obtener un puesto como miembro permanente por esa vía ni convertirlo en objeto de a saber qué negociaciones.

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Se podría haber objetado que la propia noción de Estado sucesor (en los documentos de Alma-Ata, successor state) no aparece en ningún texto y carece de valor jurídico.

Se podría haber señalado que, desde el punto de vista jurídico, ninguno de los once Estados que acababan de tomar esa decisión unilateral y a espaldas del resto del mundo era, en aquel momento, miembro oficial de la ONU y que la URSS, repito, no estaría oficialmente disuelta hasta varios días después.

Ante lo novedoso de la situación y, sobre todo, ante las dimensiones de lo que estaba en juego (pues ese día también se decidió, mucho antes del Memorando de Budapest, dejar a los rusos al cargo de las armas nucleares diseminadas por los territorios exsoviéticos), deberíamos haber exigido que al menos se debatiese en la Asamblea General de la ONU.

Pero no. No se hizo nada de eso. La notificación de Yeltsin y la apropiación de la herencia que esta implicaba se ratificaron sin más debate. Muchos países miembros se enteraron de este gran truco de magia directamente por la prensa.

Pero el resultado de esta extraña secuencia es que, por mucho que se busque, por mucho que se rebusque en los archivos, esta condición de miembro permanente concedida a Rusia y el derecho de veto que lleva consigo no se basa en ningún texto. No tiene fundamento jurídico ni legitimidad de ningún tipo, y la Federación Rusa lleva 30 años aterrorizando al mundo con un derecho del que se ha apropiado indebidamente.

De ahí la idea que formulé brevemente esa tarde desde la tribuna, junto a los embajadores de Francia y de Ucrania, y que vuelvo a plantear aquí. Que las Naciones Unidas vuelvan a abrir el expediente. Que vuelvan a examinar el abuso de autoridad originario sobre el que se construyeron el orden y el desorden contemporáneos.

Y que, teniendo en cuenta la sistematicidad con la que la Federación Rusa ha burlado, desde Bucha hasta Mariúpol, pasando por la deportación de niños del Donbás, los ideales fundacionales de las Naciones Unidas, de los que un miembro permanente del Consejo de Seguridad debería, más que ningún otro, ser garante, revoquen, sin que les tiemble el pulso, un derecho que Yeltsin y Putin se han otorgado, repito, sin tener legitimidad alguna para hacerlo.

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¿Qué ocurrirá, entonces, con el pacto de 1945 y el legado de la «Gran Guerra Patria»? Pues bien, se recordará una vez más el derecho que tenían los once de Alma-Ata a reclamar la herencia de la difunta URSS. Se recordará que el Primer Frente Ucraniano, en el que los soldados ucranianos contaban, como su propio nombre indica, con una amplia representación, asumió más que la parte que le correspondía en esa guerra y que fue él, por ejemplo, quien liberó el campo de exterminio de Auschwitz.

Hay que destacar que, si hay una nación de la antigua URSS en la que los valores del antinazismo reviven en este mismo momento, esa es precisamente la Ucrania de Volodímir Zelenski. Y concluiremos que, en el nuevo mundo de posguerra que se está gestando, en este preciso instante, ante nuestros ojos, en manos de Ucrania es donde podrían y deberían recaer los derechos de la Rusia caída.

Retiremos a la Federación Rusa el estatus de miembro permanente: la ley lo pide. Transfiramos este derecho a Ucrania: la memoria lo permite, la moral lo desea y un gran debate entre naciones soberanas y unidas podría hacerlo realidad.