Franisco J. Llera.El País
Hay que sentir el orgullo de que ETA haya sido derrotada con las herramientas del Estado de derecho
Si algo ha caracterizado a ETA ha sido su pobreza ideológica y estratégica durante medio siglo, solo compensada con la capacidad de intimidación y terror de su activismo y el vacío y la perversión moral de la subcultura de odio y violencia generados por su MLNV. La sucesión de comunicados promocionales del anuncio de su disolución con el acompañamiento coreográfico de sus avalistas rubrica su trayectoria de arbitrariedad, falseamiento y barbarie étnica. Llama la atención que reclame “verdad, justicia y reparación”, y toda una lista de principios éticos y democráticos, quien no es capaz de asumir sus verdaderas responsabilidades y ha sido la causante de la enorme sima de degradación moral y odio inoculados por generaciones en nuestra sociedad. En las sucesivas declaraciones, mediante su habitual retórica cargada de soberbia, sobreactuación y excusas, nos revelan la bajeza moral de sus motivos: imponer su “relato” del pasado, porque, como buenos totalitarios supremacistas, no soportan ningún otro, y ampararse en supuestas acciones violentas de “otros” para no afrontar, realmente, la responsabilidad penal no aclarada ni sancionada de las suyas, que es de lo que se trata.
En el colmo del cinismo, quienes tratan de ocultar su pasado se presentan como los campeones de la reconciliación
En su declaración final no hay atisbo de arrepentimiento sincero y asunción de la responsabilidad de una trayectoria, sancionada como fracaso y rechazada masivamente por la sociedad vasca. El reconocimiento de errores en plural es la forma retórica de escamotear el error de fondo, que no se está dispuesto a asumir, porque a “nadie se le puede forzar a decir lo que no siente o piensa” (sic). Por el contrario, vuelven a recurrir a su coartada del conflicto o las dos violencias para autoexculparse, apelando a un imperativo de sangre surgido del bombardeo de Gernika, como símbolo de la sobredramatización del franquismo y la guerra civil con la que han tratado de justificar su ignominiosa y arbitraria historia. De este modo, autoinmolándose por él, han servido para liberar, salvíficamente, del mismo a las generaciones futuras, como ya muestran algunas pintadas en las paredes de la Universidad pública vasca, por ejemplo. O sea, que se lo vamos a tener que agradecer, recibiéndoles como “héroes sacrificados y salvadores” y víctimas involuntarias de un conflicto del que los responsables son los otros (“las fuerzas del Estado y los autonomistas”). A partir de aquí, el daño y las víctimas son la consecuencia, lógica e irreparable, del conflicto. Por lo que resulta inevitable la propia distinción perversa entre víctimas, por un lado, las no mencionadas o agregadas en el eufemismo de “participantes en el conflicto” (Fuerzas Armadas y de seguridad, responsables políticos, jueces y magistrados, empleados públicos, empresarios, periodistas, profesores, extorsionados, perseguidos, los otros exiliados y un largo etcétera) y, por otro, aquellas otras, las buenas, las que no tenían implicación directa en el mismo. Y ya, en el colmo del cinismo, quienes tratan de ocultar su pasado, para no asumir su grave y exclusiva responsabilidad en él, se presentan como los campeones de la reconciliación. Eso sí, la reconciliación que ellos definen y que vuelven a ligar a la “solución democrática del conflicto político”, en una suerte de bucle irredentista, ligado a su originaria interpretación sabiniana más fundamentalista, con las adherencias espurias y oportunistas de las distintas adaptaciones del socialismo, el anticapitalismo y, ahora, el antipatriarcalismo y el movimiento antisistema.
Aunque se repita hasta la saciedad y corra el riesgo de parecer retórico, es imprescindible que nuestra ciudadanía sienta el orgullo de que han sido las herramientas del Estado de derecho (en especial, sus cuerpos y fuerzas de seguridad), el ejemplo y la movilización de las víctimas y aquellos ciudadanos más comprometidos y armados con los principios democráticos los que han derrotado la barbarie de ETA. Solo así se podrá cercenar la pretensión de blanqueo de su pasado, ocultación de su responsabilidad y continuación de su discurso etnicista, que ha sido y es la semilla de la violencia. ETA ha perdido su guerra arbitraria e inventada y quienes muestran tan poca piedad con todos los damnificados, por su pasado no asumido de forma integral, no son merecedores de piedad alguna hasta que tengan la humildad de reconocer su error, desenraizar su semilla de odio y expresar verdadero arrepentimiento ante las nuevas generaciones. Solo así y con un duelo justo, definitivo y sin más aplazamientos oportunistas, será posible la verdadera reconciliación.
Francisco J. Llera Ramo es catedrático de Ciencia Política y fundador y director del Euskobarómetro en la Universidad del País Vasco.