Rubén Amón-El Confidencial
La pulsión regicida de Iglesias es un problema para Sánchez en un Gobierno de coalición mucho más difunto que la monarquía parlamentaria
Iglesias no ha aportado nada relevante a la política en estos años de mesianismo menguante, pero ha convertido la ideología en una cuestión existencial y conceptual. Es la perspectiva oportunista desde la que la ‘espantá’ del Rey ‘demérito’ ha reanimado el debate de república/monarquía y ha afilado la hoja de la guillotina. La legislatura empezó resucitando a Franco y podría terminar decapitado a los Borbones, si no fuera porque la monarquía parlamentaria tiene mejor salud y porvenir del que sobrentiende la crisis estival y el exilio humillante de Juan Carlos I.
Debe parecerle a Iglesias la princesa Leonor un epígono de la niña del exorcista. Habla idiomas. Y representa la expectativa generacional de la sucesión, tanto por los años (casi 15) como porque va camino de convertirse en la primera reina titular de España desde los tiempos de Isabel II.
La escandalera contemporánea ha suscitado una euforia republicana y ha evocado incluso la melodía revanchista del himno de Riego, pero las supersticiones, ilusiones nostálgicas y pulsiones regicidas –muchas de ellas anidan en el nacionalismo cavernario– subestiman la inercia dichosa de la monarquía parlamentaria. Y no solo por la reputación del sistema político que ha transformado la sociedad española, sino por las garantías que la custodian. Ninguna tan elocuente como la Constitución y ninguna tan estimable como el prestigio de Felipe VI y la progenie en la propia sociedad española. Solo él podía cauterizar la crisis de la Corona y transformar el crimen edípico en una catarsis que preserva la institución de los conspiradores.
El problema más bien lo tiene Sánchez. La presión con que los socios de investidura explícitos (Iglesias) e implícitos (los soberanistas) reclaman el exterminio de la monarquía predispone un envilecimiento de las relaciones políticas y aloja una bomba de relojería en el porvenir del Gobierno coalición. Pablo Iglesias, rehén de las ayudas de Bruselas, ya ha renunciado al maximalismo de su política económica y social. Carece de peso y de influencia. Y ha sido fagocitado por el sanchismo, de tal modo que la bandera republicana representa la oportunidad de redimirse sentimental y políticamente con todos los lagrimones de un melodrama. Iglesias quiere acabar con Felipe VI mediante un calentón. Y resucitar gracias a la hemorragia borbónica.
Corresponde al PSOE custodiar la monarquía parlamentaria. Sánchez sería capaz de subastarla en un mercadillo, ya lo sabemos, pero el consenso predominante a favor de la Corona -PP, Cs, Vox…- y las obligaciones culturales de los socialistas disuaden la posibilidad de un referéndum calenturiento. Habría que abrir en canal la Constitución. Y despojarla del argumento ‘soberano’ de unidad territorial. Por eso los partidos nacionalistas han olido la sangre. La decapitación de los Borbones no aspira tanto a la alternativa del modelo republicano como a la orgía del independentismo y a la balcanización de la propia España en un sindiós geopolítico.
Pablo Iglesias nació el mismo año de la Constitución. Una paradoja o un escarmiento que lo han conducido a la obstinación de contemplarla como una prolongación blasfema del régimen franquista. El espíritu del 78 o del 77 no sería otra cosa que un pacto siniestro entre el antiguo régimen y la connivencia de las generaciones posfranquistas. Un contexto pervertido que habría consentido al Rey erigirse en jefe de Estado por unción del caudillo. Y con el ánimo de preservar el linaje biológico sin atenerse a las obligaciones democráticas de las urnas. Se trata de una teoría bastante popular —exhumar a Franco para enterrar a los Borbones— y no menos sesgada cuya frivolidad desdibuja los hitos de la Transición, relativiza el dolor de los años de plomo y ubica el nacimiento de la Historia allí donde, por lo visto, una generación comienza a vivirla.
El “yo no había nacido” funciona como esquema caprichoso de refutación y como argumento atrabiliario de discordia. Tampoco estuvimos cuando ardió la zarza de los 10 mandamientos. Ni cuando se proclamó en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Quiere decirse que Iglesias confunde premeditadamente el absolutismo con la monarquía parlamentaria. Y pretende convencernos de que los Borbones, sin distinción de felipes ni leonores, mantienen sojuzgados a los españoles, de tal manera que la solución al porvenir de la nación consiste en una buena teocracia iraní o en una república bolivariana.