Rubén Amón-El Confidencial
Las palabras del ministro Uribes —»primero la vida, luego el cine»— evocan las mismas conclusiones del Montoro de la crisis económica, cuando concebía la cultura como un entretenimiento superfluo
Ya disculparán ustedes la megalomanía del titular. Y la vacuidad. Tendría más sentido exigir la desaparición del Ministerio de Cultura si no fuera porque el Ministerio de Cultura ya no existe. Agoniza bajo la extorsión de Hacienda. Y representa el cuarto oscuro del Gobierno. No solo de este Gobierno. Cultura se resiente de una marginación estructural y conceptual, de tal manera que las declaraciones del ministro Uribes —»primero la vida, luego el cine»— evocan las mismas conclusiones del ministro Montoro durante la crisis económica, cuando definía la cultura como un entretenimiento superfluo, de tal manera que poco importaba asfixiarla.
Sucede lo mismo con la crisis sanitaria. Y se repiten los patrones de marginalidad, hasta el extremo de que los inacabables debates parlamentarios eluden cualquier referencia al mundo de la cultura. O se la considera de nuevo la primera línea de sacrificio, sobrentendiéndose que no es momento de reparar la agonía de los teatros o de las librerías ni de conmoverse por las plañideras del cine o de los museos. Incluido el buque insignia del Prado.
Es la perspectiva desde la que puede exigirse la desaparición del Ministerio de Cultura. Un ejercicio de coherencia y de sinceridad al que se pretende poner remedio con medidas cosméticas y soluciones voluntaristas. Puede entenderse así la congoja de los ‘sectores culturales’, aunque desconcierta la temeridad con que tantos artistas se han propuesto regalar su trabajo y sus propuestas. Hacen bien en solidarizarse con la sociedad. Pero hace mal la sociedad en interpretar que la cultura debe ser gratuita, sobre todo porque termina inculcándose la percepción de depreciarla y despreciarla. La solución a los años del pillaje y del pirateo nunca puede ser la recompensa del regalo.
El lenguaje militar que tiraniza la retórica de la crisis sanitaria bien podía reparar en la cultura como principal fortaleza y bastión. No es extraño que las guerras verdaderas conviertan la cultura en objetivo militar y propagandístico. Para borrar la identidad del enemigo —la biblioteca de Sarajevo, los budas afganos, la devastación de Palmira— y para reivindicar la identidad propia. Y no se trata de reclamar al Gobierno soluciones intervencionistas, sino de exigirle sus obligaciones con la responsabilidad de fomentar un espíritu crítico y un país civilizado. Son los fundamentos que permiten afrontar una crisis, una pandemia o un castigo bíblico.
Lo decía Claudio Abbado: no es la riqueza la que engendra la cultura; es la cultura la que engendra la riqueza. Y no solo en el sentido académico o filosófico. Claro que la cultura define el civismo y la sensibilidad de una nación, pero también implica una dimensión industrial y hasta geopolítica. Las razones por las que Francia inaugura el Louvre en Abu Dabi provienen de una decisión estratégica que coloca en el Golfo un hermoso caballo de Troya. Igual que hace el Reino Unido con sus terminales de la BBC.
Lo decía Claudio Abbado: no es la riqueza la que engendra la cultura; es la cultura la que engendra la riqueza
Hay modelos culturales en contradicción. La presunta inhibición de Estados Unidos no lo es tanto, porque la sociedad civil estimula la vida cultural desde la conciencia y desde los beneficios fiscales. El modelo centroeuropeo —y el francés— redunda en la intervención del Estado, no ya desde las subvenciones ni desde los proyectos simbólicos —museos, bibliotecas, festivales, ferias— sino desde la responsabilidad que mencionaba Abbado.
Hay modelos mixtos que intermedian entre el sector público y el privado. Y luego existe el modelo español. Que es el modelo sin modelo, cuando no el espacio experimental donde se observa la arbitrariedad del péndulo que transita de la megalomanía al abandono. Cuando hay dinero, la cultura se convierte en propaganda estéril y en red clientelar ideológica. Y cuando el dinero escasea, sobreviene la demagogia de nuestro ministro de Cultura: primero la vida, luego el cine.
No cabe concepción más desgraciada y clarividente de la relación del Estado con la cultura. La sentencia de Uribes difiere muy poco del enfoque incendiario de Vox, cuyos espadachines organizaron un tuit que oponía los iconos de la progresía —Almodóvar, Bardem y Eduardo Casanova— a las emergencias nacionales. “A lo mejor los españoles se dan cuenta de que podemos vivir sin los titiriteros pero no sin nuestros ganaderos y veterinarios”. Un país instruido y culto no se habría entregado al mesianismo de Abascal —ni al de Iglesias— como ha sucedido en los últimos comicios. Y como puede suceder aún más en los siguientes a medida que se abrazan las supersticiones, las conspiraciones, los bulos y las supercherías.
La cultura y la educación —obsérvese la redundancia— deberían constituir el centro de gravedad de un Estado. No desde la injerencia ni desde la doctrina, sino desde unas condiciones estructurales capaces de estimular la industria, calmar el desamparo de los artistas e incitar la implicación de la sociedad civil. La ley de mecenazgo permanece escondida en el cajón de Uribes como lo estuvo en el desván de sus predecesores. Y la cultura vuelve a convertirse en la víctima sacrificial de Hacienda. No sé si la vida está antes que el cine, mis dudas tengo. Sí sé que la vida no tiene sentido sin el cine, sin la cultura y sin todas las expresiones ‘inútiles’ que precisamente definen su importancia.
La cultura y la educación —obsérvese la redundancia— deberían constituir el centro de gravedad de un Estado
Debería tomarse en serio. No sucede así porque el rédito electoral de la política cultural resulta inapreciable. Y porque la cultura bien se observa con recelo ideológico desde la derecha —como si toda la cultura fuera Javier Bardem— o se percibe desde la izquierda como la oportunidad de premiar a los propagandistas y artistas afectos al régimen.
Exijo la desaparición del Ministerio de Cultura. ¿Acaso no era partidario Sánchez de cerrar el Ministerio de Defensa? Y asumo la ‘boutade’ de la reclamación. Según la escribía, me acordaba de la coletilla que utilizaba Gómez Aparicio en algunos artículos que firmaba como director de ‘La hoja del lunes’: «Advierto por última vez al Pentágono…».
Creía Gómez Aparicio que sus editoriales llegaban al despacho de Truman, aunque reclamar el cierre de Cultura reviste menos ampulosidad. Porque el Ministerio de Cultura no existe.