Exiliados

JON JUARISTI, ABC 15/09/13
Jon Juaristi
Jon Juaristi

· Con el fallecimiento de Carlos Blanco Aguinaga, el pasado día 12, desaparece definitivamente el hispanismo del exilio.

EN 1979, la recién creada Universidad del País Vasco creó la figura de catedrático extraordinario para seis prestigiosos profesores que incorporó a su claustro: el psiquiatra Julián de Ajuriaguerra, el filólogo Carlos Blanco Aguinaga, el etnógrafo Julio Caro Baroja, el lingüista Luis Michelena, el filósofo Miguel Sánchez-Mazas y el historiador Manuel Tuñón de Lara. Esta semana ha fallecido el último superviviente del grupo, Blanco Aguinaga, a sus 86 años.

De los seis, la UPV sólo supo retener a dos: Michelena y Tuñón de Lara. Fueron años de violencia estúpida y criminal, durante los cuales las flamantes autoridades académicas intentaron en vano pacificar una comunidad universitaria dividida e internamente enfrentada, contemporizando con los más bestias del cotarro. Estos camparon a sus anchas durante dos décadas por los campus, reventando reuniones claustrales y arrasando las instalaciones cuando alguna iniciativa institucional no era de su agrado. Así lo hicieron, por ejemplo, durante el homenaje de la Universidad vasca a Francisco Tomás y Valiente, un año después de que el catedrático y antiguo Presidente del Tribunal Constitucional fuera asesinado por el etarra Bienzobas en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid.

Los catedráticos extraordinarios de 1979 no habían sido nombrados solamente por su solvencia científica, que era incuestionable, sino por su «limpieza de sangre» ideológica. La UPV no admitió en dicha categoría a ningún profesor de derechas ni del centro-derecha. Era su contribución tácita a la purga política que el nacionalismo vasco estaba poniendo en marcha so pretexto de no provocar a los etarras. De los seis catedráticos extraordinarios, tres se situaban en el campo del PNV (alguno sólo como simpatizante) y los otros tres en la izquierda. No sirvió de nada.

Carlos Blanco Aguinaga lo ha contado. La primera junta de Facultad en la que participó fue interrumpida por varios matones de Herri Batasuna, con los que terminó enzarzándose en una pelea a guantazo limpio. Porque Blanco Aguinaga no contemporizó. Acabó hartándose y regresó a la Universidad de California con un equipaje de experiencias amargas cuyo inventario expuso, sin contemplaciones, en la segunda entrega de sus memorias, De mal asiento (Madrid: El Caballo de Troya, 2010): un retrato bastante fiel e inmisericorde del País Vasco de los años ochenta del pasado siglo.

Blanco Aguinaga nació en Irún, en 1927. A los diez años marchó al exilio. Primero a Francia, donde su padre fue cónsul de la República en Hendaya, y después a México. Estudió en Harvard. Discípulo de Amado Alonso, se doctoró en el Colegio de México con una tesis sobre Unamuno, teórico del lenguaje. En 1948, se enroló en un barco mercante que hacía contrabando de armas para Israel. Formó parte de la generación literaria mejicana de los años cincuenta, con Salvador Elizondo y Carlos Fuentes. Fue profesor en la Universidad de Ohio y en la Johns Hopkins, de Baltimore, donde trató a Leo Spitzer y a Pedro Salinas. Recaló finalmente en la Universidad de California en San Diego. Volvió a España en los sesenta, como director de los cursos de verano de dicha universidad en Madrid, y se afilió al PCE. Seguramente, se le recordará sólo como historiador marxista de la literatura, pero el más brillante de sus ensayos, El Unamuno contemplativo (1960), es un clásico de la crítica estilística que llamó la atención de los más grandes romanistas de la época, como Spitzer y Raimundo Lida. Fue un profesor excepcional. Su muerte, con la muy reciente aún de Antonio Regalado, supone la desaparición definitiva del hispanismo del exilio.

JON JUARISTI, ABC 15/09/13