El autor reflexiona sobre las recientes elecciones vascas y denuncia cómo, en general, la sociedad ha aceptado que los políticos no nacionalistas tengan que vivir bajo presión y amenaza.
Merece la pena analizar esta noticia con cierto detenimiento, porque su estructura profunda revela el drama de la España presente, el pasado que lo ha hecho posible y el futuro más previsible, de continuar con las dinámicas que nos han traído hasta aquí.
Paz, reclaman esas voces anónimas, que son eco de otras con nombre propio, como la del anteayer presidente del Gobierno español, ayer inspirador y referente del partido Podemos y hoy consejero áulico del presidente Maduro. «Se votó sin ningún atisbo de defensa de la violencia», se congratulaba Rodríguez Zapatero al día siguiente del gran resultado cosechado por los herederos del terror.
Debería resultarnos insoportable que en España haya que vencer el miedo para ser apoderado en algunos lugares
¿Ningún atisbo? Hay que ser muy ciego para no atisbar ningún atisbo de violencia. Esas palabras del expresidente español serían una muestra dolorosa de ruindad si, en efecto, hubiese una paz de los cementerios construida sobre las víctimas tan recientes del terrorismo —desde luego mucho más recientes que las de Franco o de Hernán Cortés—, a costa de liquidar la razón por la que perdieron la vida para dársela a quienes se la arrebataron. Pero es que, además, esa paz es mentira.
Su mendacidad la revela la segunda de las claves anunciadas. Dado lo ajustado del escrutinio, la detección de un leve error en el recuento bastaba para cambiar el reparto de escaños. Nada llama la atención, a primera vista, pues errores de unos pocos votos arriba o abajo los hay en todas las elecciones, y por esa razón existe la figura de los apoderados.
¿Apoderados? Bien… Vox tuvo que hacer un llamamiento en toda España para encontrarlos, y luego solo pudo hacer campaña protegido por un fuerte blindaje policial. Y de los más de mil apoderados del País Vasco, ¿cuántos eran de Ciudadanos? Parece que 42.
De nuevo hay que ser muy ciego para no atisbar esa paz chantajeada. Cada uno de esos apoderados es una persona valiente que asumió el riesgo de recibir una agresión moral casi segura —¿es posible pasar toda una jornada electoral en el País Vasco con un distintivo al cuello que te señale como apoderado de un partido no del gusto del régimen nacionalista sin recibir insultos o miradas de odio?— y acaso una no descartable agresión física. Debería resultarnos insoportable que en España haya que vencer el miedo para ser apoderado o incluso manifestar en público el sentido de tu voto.
Una mayoría ha interiorizado que la limitación de libertad es un gaje del desempeño político con el que se puede convivir
Pero es gracias a estos vencedores del miedo, del miedo que ni ve ni oye la izquierda que hoy gobierna España, que el partido que los amenaza con muy diversas formas de violencia no suma los diputados necesarios para formar un «tripartito de izquierdas».
Y con esto llegamos a la tercera clave: ¿por qué admitimos que se llame «de izquierdas» a ese tripartido?. Una mayoría cualificada de votantes españoles ha interiorizado que ese control del ambiente, que ese clima intimidatorio y esa limitación de libertad, son insignificantes gajes del desempeño político con los que se puede convivir.
Es más, para una parte de esa izquierda, las lesiones a la libertad, más que un efecto colateral indeseado, son la esencia misma de su política. La libertad es esa materia prima con la que trabajan, recortando de aquí y de allá, para hacer el traje a su medida. La libertad de los otros, deberíamos matizar, pues ya saben lo de George Orwell: «todos iguales, pero unos más que otros», o en versión ampliada y actualizada, «todos diversos, pero unos más que otros».
Hace unos días el politólogo y ensayista Mark Lilla promovió un manifiesto de intelectuales para denunciar la intolerancia, ya alarmante, de cierto activismo progresista. La carta la firmó hasta Noam Chomsky, bien poco sospechoso de veleidades liberales, lo que permite imaginar el nivel al que ha llegado en Estados Unidos la intromisión censora de esta izquierda de las identidades ofendidas.
En España, país abonado para Inquisiciones, las distintas religiones New Age que conforman esta izquierda han arraigado con fuerza. Pero aquí existe un peligro añadido. Aquí a la asfixia liberticida del pensamiento crítico hay que sumar los ataques liberticidas al propio sistema democrático. Pablo Iglesias, además de un costosísimo lastre —el rechazo a Nadia Calviño es sólo un aviso a navegantes—, es un peligro para la estabilidad del país.
Como Sánchez no es un fanático, si le conviniese, acaso podría recuperar la versión democrática del socialismo español
Es cierto que de la corrosión que están sufriendo las instituciones del Estado no podemos responsabilizar sólo a Podemos. Pero sí podemos descartar que este partido populista y totalitario pueda dejar de ser lo que es; mientras que el PSOE, sin embargo, ha oscilado a lo lago de la historia entre el ataque y la defensa de la libertad.
La última vez que el PSOE abandonó su desprecio a la libertad y al Estado de Derecho fue en la Escuela de Verano de 1976. El título escogido para aquellas sesiones, preparatorias del partido destinado a desempeñar un papel muy relevante en la Transición, fue precisamente «Socialismo es libertad».
El encargado de dorar la píldora a los militantes más doctrinarios fue Gregorio Peces-Barba. En su discurso recordó las palabras de Pablo Iglesias (el original, claro): «El socialismo encarna en sí el espíritu liberal más puro y amplio. Cuando triunfe dará a todos los seres humanos garantías de independencia y libertad que no han tenido jamás. En cuanto no triunfe nadie peleará como él por que todos los ciudadanos gocen la mayor suma de libertades…», y habló de cómo se había quebrado mayoritariamente «la tesis del socialismo totalitario». En su defensa del Estado de Derecho recurrió a una cita de Norberto Bobbio «…lo importante es que se empiece a concebir el Derecho no ya como un fenómeno burgués, sino como un cómputo de normas teóricas que pueden ser empleadas tanto por burgueses como por proletarios para conseguir ciertos fines».
Peces-Barba tenía la misión de convencer a su auditorio de que la democracia liberal no era un instrumento del capitalismo para oprimir al pueblo. Por suerte para España, aquel PSOE compró la idea, y se mantuvo en ella hasta que la desechó Rodríguez Zapatero.
Hoy esa idea sigue arrinconada. El pobre consuelo es que Pedro Sánchez no es un fanático. No es como Largo Caballero, no es como Rodríguez Zapatero. Pedro Sánchez solo quiere gobernar, como sea, sin importarle el daño que su ambición haga a España y a los españoles. Pero si le conviniese para seguir en la Moncloa, acaso podría recuperar la versión democrática del socialismo español. Hagamos votos por que le salgan los números.
*** Pedro Gómez Carrizo es editor.