Miquel Escudero-El Imparcial
Culto y duro, Arzalluz sabía ser cínico y despiadado, que se lo pregunten a las víctimas de los matones. Sabía además poner firmes a cualquiera de su partido, por supuesto a los más amables y razonables, como José Antonio Ardanza y Josu Jon Imaz: podía reñirles o atacarlos con sarcasmo y malevolencia. Era, a la vez, guardián de las esencias (de puertas adentro) y lobo feroz (de puertas afuera); una figura que a todo partido que postula un supremacismo le va bien para hacer sentir su hegemonía, y para que ésta resuene rotunda e invencible.
¿Quiénes pueden plantar cara a la imposición de los usos antiliberales con que se adormece a una sociedad, hasta tenerla acobardada o aborregada? Está claro que sólo personas sin miedo y con personalidad, que aun siendo bien distintas entre sí sepan unir esfuerzos para ser efectivos. El reto para los ciudadanos que quieren ser libres es cuestionar al poder. En determinados ámbitos, atreverse a ir a contracorriente produce problemas, como los de recibir acoso e intimidación y aislamiento. Problemas más serios cuanto mayor es la erosión de las libertades en una democracia.
¿En qué contexto se refirió Arzalluz a los ‘expertos en el pasado’? Aludía a ‘¡Basta Ya!’. En la idea de defender el Estado de derecho, oponerse al terrorismo etarra y dar dignidad a sus víctimas (quebrantadas por un proyecto político totalitario), en 1999 se fundó una plataforma de constitucionalistas vascos con este nombre. Un año después, el Parlamento Europeo le concedió el Premio Sajarov a la libertad de conciencia. Entre sus fundadores había antiguos etarras, como el antropólogo Mikel Azurmendi. En su libro Todos somos nosotros, decía que la reconciliación no es posible cuando se postula diferencias radicales entre las personas y no se revierte el proceso en marcha de desintegración de la ciudadanía, como la vasca, a causa de ETA y de las presiones etnicistas. Por esto, Azurmendi declararía tiempo después que a ‘¡Basta Ya!’ “nos veían como a enemigos, porque éramos libres dando ideas y no teniendo miedo”.
Arzalluz se guiaba por el método de que el fin justifica los medios y prescindía del respeto personal. Había que descalificar sin reparos a aquella gente, por esto afirmaba que las ideas de los miembros de ‘¡Basta Ya!’ eran impresentables y retrógradas, decía que ellos eran expertos en el pasado. Con desprecio y desdén, los etiquetaba de nostálgicos del franquismo. Para el preboste de los jeltzales la cuestión era verter ponzoña sobre quien denunciara la opresión ideológica y el genocidio programado por los etarras, o bien osara levantar la voz para discrepar en cualquier cosa que a él le atañese.
Tergiversar fría y ofensivamente es una muestra de malas artes. Confundir términos a conciencia y explotar prejuicios, debidamente inculcados a la parroquia, evidencia mala índole y es peligroso, pues agrede los cimientos de la democracia. Un público domesticado interpreta de inmediato ciertas palabras como sinónimo de lo peor: franquistas y ‘españolazos’, por ejemplo. De remate, Arzalluz soltaba que él no veía que esos estuvieran “haciendo nada por la paz”; lo que significaba hacerles responsables o merecedores de lo que les pudiera ocurrir.
Más allá de la ideología que se esgrima, y desde el partido que sea, este modo de hacer es contagioso. No pocos le cogen gusto a su práctica corrosiva. En particular, un dirigente moderado y por lo general respetuoso, hoy retirado de la vida política, aludió, jocoso y despectivo, al Foro de Ermua como a una asociación de excombatientes. ¿Querremos aprender alguna vez a controlar la animosidad y hostilidad contra los adversarios políticos? Esta praxis destroza la calidad democrática, a veces hasta apagarla del todo.
Fallecido hace ya cuatro años, Arzalluz sabía muy bien lo que se hacía, pero no ha tenido un recambio que se le asemeje en su función de ogro imbatible. Creo que es mejor así. Sin embargo, la siembra de vientos produce manadas de lobatos que campan por sus respetos en algunos campus universitarios de nuestra geografía, aporreando y acosando a quienes les parezca, por el solo hecho de discrepar de ellos. Se trata de una anomalía grave en democracia y, lamentablemente, no se resuelve firmando manifiestos en contra. Y llámennos expertos en el pasado.