José María Ruiz Soroa, DIARIO VASCO, 17/7/11
No existe en la sociedad española una decepción tan profunda con el funcionamiento global del sistema como para alterar el comportamiento ciudadano de la mayoría
La actuación de los denominados ‘indignados’ pide, una vez transcurrido ya cierto plazo desde su comienzo, una reflexión más seria que la de extasiarse o enfadarse con ellos, que es casi lo único que han hecho de momento y alternativamente los comentaristas de izquierda y derecha. Porque ya se sabe que cuando la gente sale a la calle, aquellos a quienes les gusta ven en ella nada menos que al ‘pueblo’, mientras los disgustados ven a ‘las masas’ o a ‘las turbas’. Calificaciones que se intercambian sin dificultad ninguna según sea el caso, pero que demuestra que la presencia de la gente en la calle es un hecho que despierta en nuestra alma política unos atavismos muy arraigados y potentes. La realidad de varios millones de personas acudiendo un mismo día a realizar el repetitivo acto de votar de manera ordenada no despierta sino una sensación de rutina desvaída y aburrida: ésa es la sociedad. Pero el pueblo, ¡ah, el pueblo!: eso es otra cosa. Inmadurez democrática, no le demos más vueltas.
Quizás convendría distinguir tres dimensiones distintas en el fenómeno de los indignados si se quiere analizarlo con rigor: las dimensiones de lo que expresan, lo que dicen, y lo que hacen. Que no son en absoluto lo mismo.
¿Qué expresan los indignados? Sin duda descontento y alarma ante una situación económica que amenaza el futuro de una entera generación, expresan su protesta ante un estado de cosas que les parece esencialmente injusto porque no les reserva un lugar mínimo para desarrollarse dignamente como personas. En este sentido, el fenómeno está bien descrito y predicho por Habermas y Offe desde hace más de treinta años: en el Estado de bienestar, una crisis económica se convierte obligadamente en una crisis de legitimidad precisamente porque el Estado ha asumido como propia la función de garantizar ese bienestar. De forma que los fallos de racionalidad sistémica degeneran en pérdida de sentido convivencial y democrático. Lo que en nuestro caso está agravado por el defectuosísimo rendimiento del sistema político en su conjunto, por un lado, y por una cierta incoherencia característica de la cultura política de la sociedad española.
Aunque la moda políticamente correcta es la de señalar que la sociedad es ‘buena’ e ‘inocente’ mientras que las instituciones son las ‘malas’ o ‘perversas’, lo cierto es que la sociedad española tiene una enorme responsabilidad en lo que le pasa. Sobre todo por su dejadez, por esa característica conjunción de menosprecio hacia sus políticos e inacción a la hora de mejorarlos (responsabilizarles, exigirles, tomarles cuentas). Ahora se pretende suplir decenios de ciudadanía parroquial de baja calidad con explosiones callejeras de indignación, pero desgraciadamente este recurso no hace sino confirmar la baja calidad de la ciudadanía. Explosiones temporáneas no seguidas de una acción persistente, callada y seria para llevar a las instituciones los deseos colectivos son signo de baja calidad, no de lo contrario, por mucho que algunos quieran engañarse al respecto.
¿Qué dicen los indignados? Es la dimensión menos interesante, pues casi todo lo que dicen se reparte entre las generalidades altisonantes (que como eslóganes son preciosas pero intelectualmente dan ganas de llorar) y las propuestas puramente demagógico-populistas del tipo de ‘nacionalizar la banca’ o ‘acabar con el pacto del euro’. Una pobreza intelectual que no es de extrañar, pues es el nivel que tiene el folleto de su nonagenario mentor, y es el nivel al que conduce inevitablemente el asamblearismo.
¿Qué hacen los indignados? Este es el punto crucial, porque en política un movimiento social, con independencia de lo que exprese y diga, produce inevitablemente efectos, aunque normalmente bastante imprevisibles. Máxime en un sistema político como el español, muy anquilosado por una partitocracia asfixiante. Y aquí pueden hipotizarse tres posibles consecuencias: la regeneración, la desestabilización y el populismo. El movimiento puede llevar a un cierto grado de regeneración en el funcionamiento de la democracia, siempre que, en primer lugar, los indignados sean capaces de concretar sus propuestas en demandas puntuales que sean procesables por el sistema institucional. Y, además, que los encargados de ese procesamiento que son los propios partidos políticos (el problema) sean capaces de hacerlo (ser la solución). La posibilidad de que ello suceda es más bien remota porque no se dan ninguna de las dos condiciones: los indignados parecen preferir la exhibición de fuerza a la concrección, y los políticos se limitan a intentar aprovecharse demagógicamente de sus eslóganes para seguir con su pobre juego (el candidato del PSOE ha sido un ejemplo).
La desestabilización del sistema es otra posibilidad, pero no parece que el movimiento tenga el arraigo social y la potencia necesaria para ello. No existe en la sociedad española una decepción tan profunda con el funcionamiento global del sistema como para alterar el comportamiento ciudadano de la mayoría, sin contar con que nuestra memoria particular, tanto la de largo recorrido como la más reciente, nos tiene un tanto vacunados al respecto.
Queda la salida del populismo, es decir, el asentamiento de un movimiento de orientación izquierdista y un tanto ácrata que impugne constantemente las reglas procedimentales de la democracia en nombre de un pueblo bueno y castigado que se autoexpresa sin necesidad de representantes y que conoce las soluciones simples y directas a los problemas. El populismo, sea de derechas o de izquierdas, es el mayor riesgo de la democracia actual, como muchos estudiosos han señalado, porque en todo caso supone el avance de la ‘in-política’ (Rosanvallon), de una actitud ingenua -pero muy peligrosa- que afirma que la política real es siempre politiquilla, y que se puede y debe superar mediante algo distinto de esta democracia que tenemos. Algo que pueden ser las decisiones simples y tajantes (populismo de derechas) o la vuelta a unos orígenes populares y justicieros que nadie sabe cuando existieron pero que se añoran como sólo puede añorarse lo que no existió nunca (populismo de izquierdas). De ambos hay signos inquietantes por toda Europa.
José María Ruiz Soroa, DIARIO VASCO, 17/7/11