Extorsionados por ETA

LIBERTAD DIGITAL 02/02/15
MIKEL BUESA

ETA sigue en activo –mermada, eso sí, y sin capacidad para las acciones armadas– y ya empieza a extenderse el revisionismo acerca de su medio siglo de historia violenta. Un ejemplo de ello lo hemos tenido esta última semana en el coloquio moderado por el periodista Gorka Landaburu en Vitoria acerca de los empresarios extorsionados o el artículo sobre el mismo tema publicado por Xabier Etxeberria, catedrático de la Universidad de Deusto, en el periódico El Correo. En ambos casos, la conclusión que trasciende es que el conjunto de los empresarios amenazados por ETA para obligarles al pago del por ella llamado impuesto revolucionario son una categoría singular de víctimas de esa organización terrorista, «las más ignoradas, (…) las candidatas más firmes a acabar en el olvido total», según el mencionado profesor. Así, sin mayores distinciones, sin escarbar en las miserias del pago de rescates o del precio de la seguridad, sin tener en cuenta que el universo extorsivo reúne a una amplia variedad de actores que se ubican en todas las marcas de la escala que va desde la heroicidad hasta la cobardía. A todos ellos se les quiere considerar ahora víctimas, aun cuando una buena parte hayan sido colaboradores del terrorismo y con su dinero se hayan pagado los crímenes de ETA.

Empecemos por aclarar que nuestro conocimiento acerca de ese universo extorsivo es bastante difuso y que sus detalles se pierden en la memoria casi nunca desvelada de los que fueron amenazados por ETA. Sabemos, casi sin dudas, los nombres de las nueve decenas de empresarios que sufrieron un secuestro y las cantidades que la mayoría de ellos, no todos, pagaron. Suman éstas, según las estimaciones que he publicado junto al profesor Thomas Baumert, un poco más de 80 millones de euros del año 2002 –lo que equivale a 106 millones en euros actuales–. Pero desconocemos cuántos empresarios y profesionales recibieron cartas de extorsión y tampoco sabemos cuántos de ellos cedieron a las amenazas. En mi libro ETA, S. A. ofrezco una estimación basada en el contenido de los papeles incautados a Soledad Iparraguirre, en la que se señala que hubo unas 11.000 personas chantajeadas, de las que no más de unas 2.000 habrían pagado a ETA. Sólo unos pocos nombres de estas últimas han trascendido –y en mi libro los menciono– y prácticamente ninguna ha recibido una sanción penal por sus actos de colaboración con la organización terrorista. Diré adicionalmente que ésta obtuvo de la extorsión, entre 1980 y 2010, casi 43 millones de euros de 2002, o sea, 56 millones en términos adquisitivos de los euros actuales.

Estos sencillos números desvelan que, lejos de la percepción revisionista, el universo extorsivo está formado por diferentes categorías de personas. Para empezar, hay que distinguir entre los secuestrados y los amenazados. Las familias de los primeros afrontaron un hecho consumado y vivieron horas y días angustiosos (de los que nos ha quedado el impresionante testimonio de Javier de Ybarra –cuyo padre, tras el secuestro, fue asesinado– en su libro Nosotros, los Ybarra) que, en muchos casos, les condujeron a pagar a ETA las cantidades reclamadas. Que para todos ellos se haya considerado el estado de necesidad a fin de exonerarles de cualquier sanción penal me parece razonable.

Por su parte, los amenazados a través del correo forman un grupo muy heterogéneo. Entre ellos están, por supuesto, los que nunca cedieron al chantaje de ETA, actuando a veces con heroísmo –como los que denunciaron los hechos ante la Policía o los tribunales (sólo tenemos noticia de 195) o los muchos menos que manifestaron públicamente su circunstancia–, a veces con discreción, y se exiliaron del País Vasco o se procuraron medios de protección para seguir viviendo allí o, sencillamente, afrontaron con valor su cotidianeidad intimidada. Están también los que no aguantaron el embate y terminaron pagando. Y también hay entre estos últimos diferentes especies: por una parte, los que, sin más, abonaron lo exigido; por otra, los que afrontaron el hecho como si fuera una mera transacción comercial, negociando cantidades, plazos y medios de pago; están además los que buscaron mediadores políticos a modo de garantía para que la extorsión, una vez satisfecha, no se convirtiera en chantaje permanente; se clasifican, por supuesto, en otra categoría los que hicieron de lo ingresado en la cuenta de ETA un gasto deducible del impuesto de sociedades con el beneplácito de la Diputación Foral –que, como ocurrió en Vizcaya en los primeros años del siglo, excluyó a 118 empresarios y profesionales, los más de los cuales tenían vinculaciones con el PNV, de la inspección tributaria–; añadamos también en otra variedad a los que, reunidos en consejo de administración, comisionaron el pago en algún asalariado de la empresas; continuemos con la especie singular de aquel que, además de apoquinar lo que se le reclamaba, le puso un pisito al recaudador de ETA; y finalicemos, por el momento, con el linaje de los que, de manera entusiasta, efectuaron los pagos convencidos de la justicia de quienes se los exigían.

Para mí está claro que los extorsionados por ETA no pueden ser reunidos en un totum revolútum sin mayores distinciones entre ellos. Hacerlo así es cometer una tremenda injusticia con los resistentes que no pusieron un duro para financiar el terrorismo. Es decirles que fueron unos ingenuos o unos imbéciles; y que ahora que todo ha pasado son lo mismo que los que pagaron, son el mismo tipo de víctimas que hay que reconocer porque se nos habían olvidado y porque, al fin y al cabo, los que cedieron soltaron la mosca por estado de necesidad, porque tenían un miedo insuperable, como, en su momento, se apresuraron a certificar los jueces. No seré yo el que niegue ese temor, pero inmediatamente evocaré las «reflexiones del hombre en la batalla» que, en Guerreros, escribiera J. Glenn Gray:

Los cobardes son los que mejor entienden la psicología del miedo (…) Al cobarde le falta, ante todo, la sensación de estar unido a sus semejantes (…) Es incapaz de comprender cómo otros valores pueden igualar o superar al valor de la propia vida. Razones como el deber, el honor o el respeto de los amigos se enfrentan siempre con su respuesta: ¿qué importan si ya no estoy vivo para enterarme?

Librémonos, por tanto, del revisionismo simplificador y exijamos más rigor en el análisis de los hechos, del sufrimiento, de la historia. Porque, como escribió Esquilo hace dos milenios y medio, aunque «el relato es dolor, también el silencio es dolor».