IGNACIO CAMACHO-ABC
- Al aceptar la proscripción escolar del castellano, el Gobierno concede a Cataluña un marco de extraterritorialidad de facto
Lo malo de pactar con gente poco fiable es que te acaban dejando en evidencia más pronto que tarde. Más o menos como le acaba de (volver a) ocurrir a Sánchez con sus socios separatistas catalanes. El razonamiento de Pere Aragonès para exigir al Gobierno que se abstuviera de recurrir la proscripción del castellano en los centros escolares tiene una lógica impecable: no se puede pactar con alguien que te quiere llevar a los tribunales. Eso no genera «confianza entre las partes». El problema consiste en que al certificar el acuerdo ha dejado a su aliado con las vergüenzas al aire. Y que resulta probable que ésa fuera la intención exacta de sus palabras, mitad autojustificación, mitad amenaza. Ningún independentista ignora que cualquier concesión que le satisfaga despierta recelo o indignación en el resto de España, y que por tanto puede poner en aprietos al presidente cuando le venga en gana. Una simple declaración basta.
Ocurre que este favor, y Aragonès lo sabe, va mucho más lejos de eso que Borrell llamó un día «política de ibuprofeno». Se trata de aceptar de hecho el destierro del idioma español en los colegios ignorando la obligatoriedad legal, sentenciada por la Justicia, de reservarle al menos un exiguo veinticinco por ciento. Sánchez calculó mal si creyó que el indulto era un gesto suficiente de apaciguamiento; lo era más bien de debilidad ante un soberanismo que nunca se da por satisfecho. La ‘Mesa de Diálogo’, además de consagrar una bilateralidad simbólica y puentear las funciones propias del Congreso, está concebida como plataforma para negociar privilegios. Y si el sanchismo exhibe una necesidad perentoria de respaldo para los últimos Presupuestos de este mandato, Esquerra no iba a desperdiciar la oportunidad de alquilar sus votos bien caros. Lo que ha pedido, y al parecer logrado, es algo parecido a un estatuto de extraterritorialidad de facto. Un marco en el que los derechos constitucionales quedan desamparados por el Ejecutivo que juró la obligación de preservarlos.
A esto le llama el separatismo la «desjudicialización del conflicto». Quitarle a los jueces de encima, dicho en la lengua que su designio excluyente condena al ostracismo. Que Cataluña sea un paraíso jurídico donde el Estado renuncia a la vigencia de su orden normativo, donde sublevarse contra la Constitución no sea delito y donde la autoridad territorial pueda imponer sin obstáculos sus caprichos políticos. Ése es el precio –provisional– del compromiso para sostener al sanchismo, y en julio quedó por escrito. Queda un fleco, un detalle, que es el recurso pendiente ante el Tribunal de Garantías, a resolver cuando la alianza gubernamental se haya asegurado una mayoría ‘progresista’. No hay ley ni veredicto que resista una interpretación imaginativa. La clave de la desinflamación es muy sencilla: consiste en darle al nacionalismo todo lo que pida.