ARCADI ESPADA-El Mundo

Mi liberada:

Fuera de su familia y acaso de algunos médicos nadie sabe las circunstancias exactas en que murió Noa Pothoven. Tenía 17 años y sufría de anorexia. Los problemas mentales, sin embargo, no le habían impedido escribir un libro donde narraba su historial terapéutico, así como dos episodios de acoso sexual y violación que nunca denunció. El asunto es extraño y se desconocen muchos detalles importantes. Pero mientras te escribo, la noticia consolidada es que su entorno más íntimo se inhibió ante su voluntad de morir. Incluso un niño puede matarse si quiere. La pregunta es qué deben hacer los adultos cuando un adolescente les pide morir. En Holanda, como en tantos otros países, se considera que, a los 17 años, una persona aún no está madura para ejercer su derecho al voto. Pero sí para ejercer –de modo organizado, con la ayuda de los padres, de la ley, de las instituciones y de la ciencia– su derecho a morir.

El cerebro de Noa Pothoven estaba enfermo, aunque compartía con los cerebros sanos algunas características. Las explica con gracia y conocimiento Robert Sapolsky, neuroendocrinólogo y profesor en Stanford, en un capítulo de Compórtate (Capitán Swing, 2018), un resumen de lo que sabemos sobre los fundamentos de la conducta. «Piense en esto:», recomienda el autor, «la adolescencia y la primera etapa de la vida adulta son épocas en las que se tienen más probabilidades de asesinar, ser asesinado, dejar el hogar para siempre, inventar una nueva forma de arte, ayudar a derrocar a un dictador, limpiar étnicamente una aldea, dedicarse a los necesitados, volverse adicto, casarse con alguien que no es de tu grupo, transformar la Física, tener un gusto espantoso respecto a la moda, romperse el cuello jugando, dedicar tu vida a dios, asaltar a una anciana o convencerse de que toda la historia ha convergido para hacer de este momento el más importante, el más lleno de peligros y promesas, el más exigente en el que te has visto envuelto y con el que marcar la diferencia».

Todo ello tiene un responsable biológico: la inmadurez del lóbulo frontal adolescente. Esto no es, desde luego, un descubrimiento de Sapolsky. Hay ya una vasta literatura sobre el cerebro juvenil. Su inmadurez fue, precisamente, el argumento que utilizó la Levenseindekliniek (Clínica Fin de la Vida) de La Haya para rechazar la eutanasia que, en un principio, solicitó Noa Pothoven, al parecer sin conocimiento de sus padres. Tanta literatura hay que alguien podría preguntarse por qué no se pone en los programas de estudio de los adolescentes. Bien, quizá tuviera algún efecto. Pero un experimento que cuenta Sapolsky aconseja cierto escepticismo. Le pregunta el investigador al adolescente: «¿Qué probabilidades tienes de sufrir un accidente si conduces borracho?». El adolescente contesta: «Una entre tropecientos millones». El investigador le desvela que el riesgo real es del 50%. Nuestro ado no se inmuta: «Ey, estamos hablando de mí: una entre tropecientos millones». La nula influencia de los hechos sobre el cerebro adolescente es característica principal del cerebro adolescente.

La opinión supuestamente progresista está defendiendo el derecho de Noa Pothoven a morir. Una diputada del Partido Verde la visitó poco antes de su muerte y luego hizo lo que suele hacer la política con los cadáveres. Declaró: «Continuaremos su lucha». No se sabe de qué lucha hablaba, pero es irrelevante. La Lucha. Estoy seguro de que la opinión progresista reaccionaría de otro modo ante otras consecuencias prácticas de la inmadurez frontal. Están descritas en dos casos sancionados por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, de los que el mismo Sapolsky da noticia. En uno de ellos, el Tribunal decidió (por ajustada mayoría de cinco contra cuatro) que la ejecución de un criminal de 17 años era inconstitucional. Un párrafo de la sentencia es adecuado a lo que te estoy escribiendo: «Los jóvenes manifiestan una falta de madurez y un sentido de la responsabilidad muy poco desarrollado (…) Estas cualidades dan a menudo como resultado acciones y decisiones impetuosas e irreflexivas». No es preciso ser neurocientífico, en efecto. Los supuestos progresistas celebrarían estas palabras del magistrado Anthony Kennedy. ¡Cómo vamos a tomarnos la libertad de matar a alguien que no puede decidir sobre sus actos! Y sin embargo, y respecto a cualquiera como Noa Pothoven: ¡Cómo vamos a impedir que alguien se tome la libertad de matarse! Demasiado parecido todo ello a la novela de Samuel Butler que Pascal Bruckner citaba al principio del capítulo El crimen de sufrir de su ensayo La euforia perpetua: «[Butler] imaginó un país donde la enfermedad se castiga como un crimen mientras que el asesinato se considera una enfermedad que merece solicitud y cuidados».

Está, naturalmente, el difícil asunto del sufrimiento. Difícil, sobre todo, porque la experiencia del dolor es intransferible. Parece probado que Noa Pothoven sufría. Pero lo que no parece tan seguro es que Noa Pothoven estuviera condenada a sufrir el resto de su vida. La evolución de la patología psiquiátrica es difícil de predecir; mucho más cuando el proceso patológico es tan corto en el tiempo y el enfermo no es adulto. El sufrimiento del paciente sometido a alguna forma de eutanasia es, obviamente, real. Pero ello tiene un lado oscuro. La eutanasia no solo acaba con el sufrimiento de los enfermos, sino que también alivia el de sus cuidadores. Es delicado escribir que el dolor de los otros también puede contribuir a acabar con el dolor del enfermo. Antes citaba el ensayo de Bruckner. Lleva este subtítulo: Sobre el deber de ser feliz. Es perturbador que este deber, derivado de la pueril cruzada contra el dolor que el filósofo francés denuncia como una característica de la época, pueda llegar hasta el punto de propiciar la extinción; que la urgente y exigente obligación de la felicidad pueda tener como aliada la muerte.

Al final de su capítulo sobre el cerebro de los jóvenes, Sapolsky trata de responder al por qué la evolución habría dispuesto una madurez tan tardía del lóbulo frontal. Los porqués atribuidos a la evolución siempre resultan problemáticos. Pero este, al menos, tiene elegancia. La madurez tardía del lóbulo permitiría que el individuo acumule experiencias extremas que un paso inmediato a la razonabilidad adulta eliminaría. Esta acumulación, este esculpido cerebral de la experiencia, por utilizar la terminología del autor, será imprescindible para la compleja navegación por la vida. Ni los padres ni las instituciones pueden evitar que alguno de estos lóbulos inmaduros se rompa el cuello al practicar balconing. Pero es inquietante preguntarse si la experiencia del dolor de Noa Pothoven no habría merecido antes la incierta oportunidad de la vida que la dogmática certeza de la disolución. Si al inmaduro lóbulo frontal de la desdichada habría que haberle concedido, en fin, la extrema experiencia de la muerte.

Sigue ciega tu camino.

A.