DAVID GISTAU-El Mundo
Existe cierto empeño en mostrar a Junqueras como uno de esos constructores de patrias cuyas biografías contienen un paso por la cárcel accidental y consagratorio. El anhelo de Otegi cuando parasitaba a Mandela. En plena campaña mediática para superar a Puigdemont, las peregrinaciones a Lledoners comienzan a recordar las de la prisión palermitana de Ucciardone donde los capos de la edad de oro recibían en audiencia a políticos, banqueros y representantes del clero y se hacían llevar la comida de sus restaurantes favoritos. La predisposición novelesca nos haría imaginar a Junqueras, el improbable Dreyfuss del lacito amarillo, recibiendo a Iglesias vestido con un batín como el de Tommaso Buscetta y tendiendo la manaza de Fray Tuck para el ósculo ritual.
El hecho de que Sánchez haya ubicado extramuros las claves del porvenir español dispone situaciones tan extravagantes como ésta de que los Presupuestos del Estado los fueran a negociar en una prisión dos conjurados contra la nación y su régimen. Uno de ellos imputado por delitos de extrema gravedad. El otro, Iglesias, un subcomandante de la nueva política que no forma parte del Gobierno pero que se está arrogando las funciones ejecutivas y la doctrina de Moncloa con una eficacia agresiva e indudable. Todo, mientras el supuesto titular de la cartera presidencial se diluye entre escándalos, fracasos, ridículos protocolarios, recelos de los socios europeos y su indigencia parlamentaria.
Hubo momentos en la relación entre Sánchez e Iglesias en los que no se sabía muy bien cuál era el gregario del otro. La iniciativa de Sánchez cuando sacó adelante la moción de censura y luego presentó un gabinete prometedor en su arranque pareció suficiente para devolver la hegemonía de la izquierda a una socialdemocracia con flexibilidad para experimentar incluso con los argumentos populistas, redentores de la Gente, y arrebatárselos a Podemos. Aquello coincidió además con una crisis de Pablo Iglesias que en parte fue provocada por su desaparición obligada para atender un problema familiar. Pero también por la traición al credo de Podemos del gran farsante al que la política, a la que había llegado, como un profeta franciscano en sandalias, para auxiliar a los demás, resultó haberlo convertido a él en un pequeño burgués con chalet en La Navata. En un partido que se vinculaba en su origen a las asambleas como de pasarse el calumet de la Puerta del Sol durante el 15-M, pero al que Vistalegre I hizo vertical y jerárquico, la presunción de infalibilidad del líder carismático lo era todo e incluso hacía tolerables las purgas, las correcciones de rostros a lo Trotski que desaparecen de la foto. Averiada esa infalibilidad, el movimiento parecía ir a dispersarse en infinidad de siglas improvisadas en la periferia.
No hay en la España contemporánea un síntoma más alarmante que el hecho de que Pablo Iglesias se haya convertido en el hombre del momento, en el gran muñidor que se siente cómodo con los interlocutores y en los escenarios que todavía obligan al alma institucional del PSOE a fingir remilgos. Moncloa tal vez creyó que podría usarlo como emisario o enlace en un submundo distorsionador del sistema donde la socialdemocracia ha de sentirse como en un barrio peligroso al que sólo podía llegar perdiéndose por culpa del GPS. Allí donde Iglesias puede alimentarse de la épica de la clandestinidad y la represión, el PSOE, a pesar de la inquietante falta de escrúpulos de Sánchez, todavía se ve en contradicción con su propio relato de confundador del sistema y de partido estabilizador. Ello lo hace notablemente vulnerable al chantaje, como ha demostrado la interlocución de Lledoners, donde nadie habló de Presupuestos porque Junqueras, consciente de su nueva posición de fuerza, sólo tuvo interés en imponer la condición de la solución judicial a un presidente mendicante que ya venía de constatar en la Unión Europea que lo consideran un jefe de gobierno en el que no se puede confiar. Y se suponía que eso sólo lo pensaban los fachas de la crispación castiza.
El influjo de Pablo Iglesias crece mientras que el de Pedro Sánchez pega gatillazo por una razón evidente: las condiciones de vida para el Gobierno y para la izquierda española después de la moción son mucho más fáciles para un extremista que, desde que llegó a la política, ha apoyado sistemáticamente cualquier cosa que desordenara e impugnara el sistema del 78 y le concediera a él la patente de reconstrucción. Aquí está incluida la ofensiva contra la Monarquía entre otras muchas cosas que plantean, incluso al PSOE más radicalizado del ciclo democrático, algunas contradicciones que golpean en su conciencia y en la visión idealizada, narcisista, del partido que se adjudica todas «las libertades» venidas con el 78.