Fagor como síntoma

EL CORREO 16/12/13
EMILIO ALFARO

· Un sentimiento de sociedad achantada, acrecentado por la crisis, tiene también su expresión en la política

Los finales largamente esperados, cuando llegan, casi nunca se parecen a como los habíamos imaginado. Y en el final del terrorismo en Euskadi se ha ratificado esa pauta. No sucede sólo que el cese de ETA (todavía no desaparición) se haya escapado de las fórmulas y modelos que diseñamos durante décadas, no. Lo peor de lo bueno que ha sido sacudirnos la pesadilla de la amenaza y el crimen es que el despertar no ha tenido los efectos euforizantes que llegamos a pensar que tendría en la sociedad vasca.
Cuántas veces, en los plomizos ochenta, en los agridulces noventa, se escuchó a nuestros dirigentes un razonamiento de este tenor: si a pesar de la lacra de los asesinatos y de la extorsión Euskadi mantiene dignamente el tipo en comparación con otras regiones europeas, imaginad, vascos y vascas, lo que podemos alcanzar cuando nos libremos de esta lacra. Atreveos a soñar lo que seremos capaces de hacer con todos los valores que produce nuestra tierra y todas las energías al fin liberadas de la maldición de la violencia terrorista.
Era una proyección voluntarista, como tantas otras nacidas en este entorno que Pedro Ugarte bautizó como ‘el paisito’, pero en absoluto descabellada. Lo que no podíamos prever es que ese momento tan largamente deseado llegaría tan a destiempo, en el centro mismo de una crisis económica y social como no habíamos conocido en generaciones. De forma que el efecto propulsor que se atribuía a la etapa post-ETA ha quedado neutralizado y minimizado por la realidad atroz de la recesión y el paro. Por un escenario, y esto es lo más doloroso, que nuestra elevada autoestima había excluido concienzudamente para Euskadi.
Se sostenía que, a diferencia del resto de España, el País Vasco había actuado como aplicada hormiga y no como negligente cigarra, evitando tontear con la burbuja inmobiliaria y apostando previsoramente por la economía productiva y la innovación. Que existía un ‘modelo vasco’ que conecta la idiosincrasia de este pueblo de raíces milenarias con la virtud económica y asegura la Euskadi idílica que el lehendakari Urkullu vendió en la Universidad de Columbia durante su reciente viaje a la Costa Este de Estados Unidos.
Y es cierto que, pese a la cascada de malos datos en casi todos los indicadores, del rosario de ERE y del goteo de nuevos desempleados por millares, Euskadi seguía afirmando su singularidad también ante la crisis con un estado de ánimo menos depresivo que el que invadía al resto de España. Por eso, nadie esperaba que la viga de la confianza iba a crujir por el punto menos pensado. Precisamente allí donde se asentaba lo más diferencialmente sólido de una sociedad rica en mitificadas singularidades: en Fagor, una firma que resume el origen y la esencia del movimiento cooperativo.
Poco importa que el colapso de la cooperativa de electrodomésticos remita a factores tan universales como un manejo defectuoso del timón en medio de una tormenta perfecta. Lo cierto es que la crisis de Fagor ha tenido un efecto en el ánimo colectivo de Vasconia infinitamente más demoledor que el conjunto de hundimientos que llevamos acumulados desde aquel ya lejano 2008. Ha sido como si, de repente, se esfumara la última reserva de confianza y el ánimo de la sociedad vasca, empezando por el de sus dirigentes institucionales, se sumiera en un denso pesimismo.
Si ha caído lo que pensábamos más sólido y más nuestro, ¿qué puede suceder con el resto de nuestro tejido productivo si no llega la siempre demorada recuperación?, es la pregunta que casi nadie se atreve a verbalizar. A falta de iniciativas y soluciones (el supuesto modelo vasco, estando bien enfocado hacia la nueva industria y la innovación, se ha revelado muy dependiente de la demanda externa y de la abundancia de recurso públicos en los años dorados) se impone una tensa inquietud nada proclive a aventuras y riesgos. Salvo los desposeídos de todo, la mayoría se conformaría con quedarse como está, aunque ese estado sea una confortable mediocridad.
Este sentimiento de sociedad achantada, acrecentado durante la crisis, tiene también su expresión en el mundo de la política. Resulta sintomático que la respuesta institucional a la pérdida de la joya del Alto Deba no haya sido un vigoroso plan de reindustrialización sino una sobreactuada trifulca con Cantabria (¿no era Baviera nuestra referencia?) o que a partir de ese instante hayan desaparecido algunas de las habituales alusiones despectivas a la marca España. Y llama la atención igualmente la falta de entusiasmo del nacionalismo vasco de referencia ante experimentos secesionistas (Cataluña, Escocia) que deberían sonarle a música celestial.
El mismo PNV, que no hace tanto se apuntaba a cualquier proceso de independencia que se moviera por el ancho mundo, ahora que tiene procesos en marcha a la puerta de casa mira para otro lado y silba. Ni siquiera el fin del terrorismo, cuya existencia se presentaba discutiblemente como un lastre para las aspiraciones nacionalistas, o la consiguiente acumulación de fuerzas abertzales que aquél permite en teoría actúan en esa dirección.
Puede aceptarse como hipótesis que los efectos de la década de Lizarra y el Plan Ibarretxe están funcionando como vacuna, pero también cabría considerar hoy que la mutación soberanista que el nacionalismo experimentó entonces tenía mucho que ver con la euforia económica de la época y la falsa expectativa de que impulsados por aquella ola todo era posible y sólo se podía ganar.
El actual estado de ánimo poco se parece al de la década prodigiosa. La crisis ha hecho que se valore más lo que aporta el autogobierno que se disfruta y que el ensueño de lo que se podría llegar a conseguir quede apagado por el temor a perder lo mucho que se tiene ya. Es lo que sugiere la precavida contención que, en contraste llamativo con lo que ocurre en Cataluña, manifiesta en Euskadi el nacionalismo gobernante.
Seguramente intuye que el horno social vasco no está ahora para bollos soberanistas.