EL TRATADO DE Roma, firmado en 1957, merece una conmemoración de gala, una fiesta que sirva para recordar a los ciudadanos –a los jóvenes y a los que ya no lo son– lo mucho y bueno que los europeos hemos conseguido en estos sesenta años. Porque sería una muestra de desagradecimiento desconocer el cambio que ha supuesto para nosotros la idea de la unidad europea. ¿Es preciso evocar cómo se desarrollaba la vida a finales de esa década de los años cincuenta del pasado siglo? Estábamos obligados a hacer largas colas para obtener nuestros pasaportes, pagábamos derechos de aduana y tasas cuando cruzábamos la frontera con nuestro vehículo (la carta verde), padecíamos lamentables infraestructuras ferroviarias y de carreteras, sólo los muy ricos podían pagarse un billete de avión, perdíamos dinero como consecuencia de los continuos cambios de monedas, el estudio en Universidades extranjeras estaba al alcance exclusivamente de familias muy acomodadas…
Hoy contamos, gracias a la legislación europea, con un eficaz despliegue de técnicas destinadas a garantizar la calidad de lo que comemos o bebemos y del aire que respiramos; las grandes obras han de respetar el entorno en el que se alojan; nos bañamos con garantía en las playas y en los ríos; celebramos la recuperación de esa iglesia de nuestro pueblo o ese palacio para fines culturales; pateamos nuestros barrios peatonales; tratamos racionalmente las basuras; protegemos la fauna y la flora; hay programas senior que permiten a personas de escasos recursos viajar por Europa y así un largo etcétera que haría interminable este artículo. Digamos para el lector curioso que existen estudios académicos, plenos de números, tablas y gráficos, disponibles en internet, que recogen los cuantiosos beneficios de que disfruta cada Estado por su pertenencia a la Europa unida.
¿Se hubiera podido conseguir todo esto si cada Estado europeo hubiera hecho la guerra por su cuenta? El coste de la no-Europa es conocido (también a través de la red), es decir, lo que hubiera tenido que aportar cada país, en términos de tiempo y dinero, si ese trayecto se hubiera realizado de forma aislada. Procede advertir que el libre establecimiento de empresas reduce costes, que facilitar los pagos transnacionales disminuye las comisiones, que haber armonizado los derechos y las garantías de los consumidores proporciona tranquilidad en las compras y achica el monto de las facturas, que la Justicia europea ha puesto coto recientemente a abusos en asuntos tan sensibles como los desahucios o las cláusulas-suelo…
Estamos ante logros, a veces conquistados definitivamente, otros que se hallan a medio camino, lo que nos obliga a no bajar la guardia y a saber que es inexcusable progresar en asuntos nuevos que sólo pueden resolverse con el esfuerzo conjunto europeo. Es muy elocuente, a tal efecto, el ejemplo del mercado único digital: ¿quién no conoce el bloqueo existente en el uso de algunos servicios digitales que se mantienen encerrados en las fronteras o los obstáculos en el comercio electrónico? Lo mismo podemos decir del alto precio que pagamos los españoles por la energía eléctrica donde el hecho de ser nosotros –la Península ibérica– una isla energética nos perjudica como consumidores. Acabar con esta situación sólo se logrará a partir de una red adecuada de interconexiones eléctricas y gasísticas, operación esta que ha de ser necesariamente dirigida por las instituciones europeas.
Pues bien, pese a estas conquistas nos encontramos con el colosal galimatías político, jurídico y económico que está provocando la salida del Reino Unido, también con la desafección de ciudadanos desmemoriados y con partidos populistas, debilitados en Holanda pero reforzados vitamínicamente por Trump, que anuncian el Armagedón de las instituciones europeas … La misma Comisión Europea se ha apuntado a los equívocos al presentar un Libro Blanco que deja abiertas posibilidades variadas sin hacer una defensa firme de todo lo conquistado y ofrecer su propio horizonte que no puede estar sino inspirado en el «método comunitario» ideado por los padres fundadores.
Y sobre todo, está ocurriendo lo más peligroso: como es frecuente en los debates políticos, los términos de las discusiones acaban simplificándose con la colaboración activa de opinantes que nada o poco saben del meollo del asunto. Ahora esta simplificación tiene un nombre, el de la Europa a dos velocidades.
Como ocurre con toda simplificación, la fórmula encierra, en cantidades similares, bobadas e inexactitudes. Porque lo cierto es que Europa ya está dividida y de manera barroca –y aun pintoresca– gracias al engendro de los acuerdos intergubernamentales (los habilitados para hacer frente a la crisis económica y financiera), las cooperaciones reforzadas (¡incomprensible palabro que debería obligarnos a castigar cara a la pared a su inventor!) más todos los diversos opt-in y opt-outimaginables. Todo lo cual conforma lo que Guy Verhofstadt ha calificado acertadamente como la «ciénaga» (marécage, Le mal européen, 2016) de las instituciones europeas. Y es que si hay un ejemplo expresivo de eso que ahora se llama «geometría variable» ese es el de la Unión Europea, descompuesta en singularidades y especialidades por estados (Reino Unido, Dinamarca, Polonia …) o por materias como ocurre cuando, como es el caso cada vez más frecuente, las Directivas y aun los Reglamentos dejan vanos y espacios demasiado abiertos a las singularidades de cada Estado perdiéndose irremediablemente el tratamiento mínimo que exige el interés conjunto.
Si los Estados Unidos de América se quisieran inspirar en el modelo europeo cada Estado tendría la opción de recurrir o no, según le petara, al dólar; cada Estado podría decidir si voluntariamente colaboraba o no le apetecía colaborar con el FBI y por supuesto sería la reunión cada quince días de los gobernadores de los estados la que decidiría la marcha del país en lugar del presidente y su Gobierno federal, la Cámara de Representantes, el Senado y el Tribunal Supremo. Y así un largo etcétera.
Es decir que en Europa existen ahora no dos velocidades sino decenas de velocidades pugnando todas ellas por paralizar los proyectos más urgentes e importantes de la integración europea. ¿Está fallando la política migratoria por Bruselas o por los estados que se niegan a acoger los refugiados (el caso de España es clamoroso)? Por tanto, no mordamos el anzuelo de esta mal planteada polémica.
POR EL CONTRARIO, subrayemos en esta hora delicada, en la que se airean proyectos de refundación, que los Estados han de compartir necesariamente la Carta Europea de los derechos fundamentales que contienen los principios de libertad, igualdad, racionalidad, laicidad y solidaridad desarrollados en los Tratados. Sin observar estas reglas, núcleo duro del ideario europeo, un Estado no puede formar parte de la Unión. Fuera de él estarían aquellos estados que prefirieran un estatuto de simple asociación a la Unión que les ofrecería algunas ventajas pero naturalmente les privaría del voto en el Parlamento y en el Consejo.
Y metámonos en la cabeza que la definición del interés europeo y la búsqueda de instrumentos a su servicio que nos permitan disfrutar de las ventajas de una Europa unida –energía, transportes, comunicaciones, mercado digital, productos farmacéuticos, inversiones estratégicas, empleo, pensiones, seguridad en las inversiones, etc.– han de estar confiados a las instituciones europeas y no a las reuniones quincenales de unos jefes de Estado y de Gobierno que sufren el estrabismo incorregible de mirar de forma desconsiderada a sus intereses locales y a sus inagotables deseos de perpetuación en el poder.
Esta sí que es la nueva comprensión de Europa por la que merece la pena apostar y no el embrollo de una Europa a la carta que nos quieren vender unos líderes políticos que encima se han aprovechado –abusando– de ese marco de dulces y trágicas vibraciones que es el palacio de Versalles.
Porque esa carta, extraída de la baraja de un tahúr, tiene como objetivo jugar con ventaja, es decir con las cartas marcadas. No olvidemos que la señora Merkel es alemana y que estudió, en el Abitur de su tierra, el funcionamiento del Sacro Imperio Romano Germánico, una experiencia que quiere reconstruir en esta hora de aniversario. El resultado se adivina fácilmente: en lugar de la Europa unida, un conjunto arracimado de añicos.
Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo y coautores de Cartas a un euroescéptico, Marcial Pons, 2014.