La falta de libertad ante el euskera no ha sido fruto del miedo a ETA, sino al del control social de ‘los nuestros’ y los de al lado. Si hay tantos vascos que en realidad no conocen ni usan el euskera, queda en entredicho la justicia de nuestra política lingüística. Pero si hay muchos más que dicen conocerlo o ansiar aprenderlo, aquella política parece encontrar su justificación… aunque también falsa.
Quien quiera seguir engañándose, que lo haga, pero no está bien que engañe a los demás. En la política lingüística los malos hábitos y los infundados prejuicios no cambian porque haya cambiado el color del Gobierno vasco y la composición del Consejo Asesor del Euskera. Repetiré, pues, una vez más que esa política no sólo es injusta por los fundamentos ético-políticos en que descansa y los injustos efectos que produce. También es falsa por ser abultadamente falso su punto de partida empírico. Las periódicas encuestas destinadas a averiguar el grado de conocimiento y uso del euskera son de muy poco fiar, como intenté probar en un artículo en este periódico dos años atrás (‘Encuestas falsificadas’, 10-9-2008). Estoy seguro de que esto lo saben mejor que yo unos cuantos sociólogos de este país, pero callan y consienten el engaño.
El sociólogo Amando de Miguel, en cambio, lo denuncia a las claras: «El engaño fundamental en la parte de las encuestas sobre el conocimiento de la lengua es que socialmente se considera un desdoro no dominarla. La ignorancia de lo que teóricamente se aprende en la escuela primaria es algo que se oculta. Al exagerar el grado de conocimiento de una lengua, es lógico que se sobrestime el uso que se hace de ella en la vida cotidiana». Resulta lógico a causa de la inclinación natural a creernos más de lo que somos, así como por la universal tendencia al conformismo que nos aconseja acomodarnos a lo presuntamente mayoritario. Pero, de modo más particular entre nosotros, porque el ‘progresismo’ (?) ambiental nos incita a hinchar ese conocimiento y uso, ya sea para así justificar los costosos esfuerzos de aprendizaje, ganar prestigio en la cuadrilla o favorecer la propia causa política…
En definitiva, de esas encuestas por vía telefónica no se concluye cuántos conocen y usan el vascuence, sino cuántos dicen conocerlo y usarlo. No informan de cuántos quieren aprenderlo, sino de cuántos manifiestan querer aprenderlo. (Y tampoco informan, claro está, de qué proporción de encuestados desearían más otros aprendizajes o antepondrían otras necesidades tenidas por más acuciantes o debidas, sencillamente porque eso no se pregunta). Digamos que esas encuestas valen tanto como valdrían las notas académicas de los alumnos si dejáramos que se calificaran a sí mismos.
Dado el escaso crédito técnico que merecen, no sabría en cuánto habría que rebajar esos resultados, si bien sospecho que en una notable medida. Aun así, aunque los diéramos por buenos, en este estudio saltan a la vista unas cuantas incoherencias llamativas. Entre otras suena escandaloso que la gran mayoría de encuestados confiese haber dedicado al estudio del euskera unos tres años, más allá del colegio…, para verificar después el escaso aprovechamiento obtenido. Si hubiera una pregunta expresa acerca de tal desajuste, la respuesta más probable sería ésta: «porque apenas tengo necesidad ni ocasión de servirme del euskera». ¿Habrá algún valiente que se atreva a declararlo?
Pero mucho mayores son otras contradicciones en que incurre esa mayoría y a las que habría que aplicar el foco de la reflexión. Unas traducen simplemente el carácter interesado del fervor hacia el euskera: casi todos (85%) creen que su conocimiento aumenta las posibilidades de encontrar trabajo…, y se diría que sobran los demás motivos. Otras reflejan que mucha gente ha aceptado sin asomo de crítica los dogmas nacionalistas en la materia. No pasa de una tercera parte de los encuestados la que dice conocer bien el euskera (por más que solo un 20% lo usa habitualmente y solo un 13% lo habla entre amigos), pero el doble de ese tercio avala las medidas para salvaguardar esa lengua en peligro. Es decir, no les importa imponerse unas obligaciones que son reacios a satisfacer (pues durante bastantes años no las han satisfecho), que reducen inversiones públicas que podrían serles más provechosas o que incluso les privan de oportunidades de empleo. La conciencia de culpa por la pérdida de la lengua, y el deber de recuperarla, ha calado entre las gentes. Esa inmensa mayoría que no recurre en sus relaciones cotidianas a la lengua vasca pretende, sin embargo, exigir que los funcionarios la usen con ellos. La mayoría de quienes dicen que lo hablan con soltura admite que prefiere conversar en castellano; pero ello no les impide sostener al mismo tiempo que el euskera es el idioma «por excelencia» de los vascos.
Es de temer entonces que no solo están falsificadas estas encuestas, sino también y antes y sobre todo la conciencia misma de buena parte de los ciudadanos que las responden. Llamémosla hipócrita, conformista o como se quiera, pero el diagnóstico parece indudable. La falta de libertad ante el euskera no ha sido fruto directo del miedo a ETA, sino del miedo al control social de ‘los nuestros’ y los de al lado. Claro que para una política lingüística como la nuestra todo esto cuenta poco. Si hay tantos vascos que en realidad no conocen ni usan el euskera, queda en entredicho la justicia misma de esa política. Pero si hay muchos más que dicen conocerlo o ansiar aprenderlo y animan al Gobierno a fomentarlo, aquella política parece haber encontrado al fin su justificación… Solo que es una justificación también falsa.
(Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política en la UPV y autor de ‘Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente’ [Alianza])
Aurelio Arteta, EL CORREO, 3/2/2011