Miquel Giménez-Vozpópuli

Los políticos en España juegan a ser titanes, gentes de impávida mirada y oratoria ateniense, que están en este mundo solo para servirnos, para darnos una vida mejor, para redimirnos de nuestra condición de simples dientes de la rueda que hace funcionar una maquinaria social demasiado complicada para que podamos entrever siquiera la complejidad de esta. Pero ellos, que con su visión omnímoda saben cómo se alimenta esa trituradora de individuos, nos dan con sus palabras la certeza de liberarnos. Se presentan ante nosotros como herederos de aquel Prometeo que robó el fuego de los dioses para entregárselo, generoso y compasivo, a una humanidad errabunda.

Qué desencanto y qué pobre imitación. A la que tienen oportunidad de poner en práctica lo que prometieron cuando pedían nuestros hombros para que los aupásemos a lo alto del Olimpo, sus palabras se convierten en maderos resecos con los que hacen arder su hoguera particular de vanidades. La justicia social termina donde empieza el sillón en el consejo de ministros y la austeridad se acaba cuando se compran mansiones con piscina. Es el gran pecado de los prometeos de oratoria incendiaria, más culpables que aquellos que siempre han dicho lo mismo, prometiendo cielos que solo se reservan para ellos.

Entiéndase la paradoja, un cajero de banco difícilmente podrá hacer otra cosa que contar para su amo los billetes que nosotros depositemos ante él. Poco más se puede esperar de alguien resignado a vivir cobijado a la sombra del poderoso; quien nos prometió el cielo por asalto acumula al pecado de hipocresía, común a todos los que se presentan para ser elegido, el de traición. Traición, en primer lugar, a los que seducidos por un lenguaje aparentemente distinto, por un deseo de justicia empírica que haga, siquiera una vez, que el corrupto pague el festín y la casa del ladrón se vea saqueada, acaban por creer las palabras de esos réprobos. Traición, no en menor medida, a los héroes que osaron desafiar a los dioses para beneficiar a la humanidad dejándose en el empeño vidas, haciendas, reputaciones.

Tenemos lo que elegimos, un puñado de demagogos insensatos a los que todo les viene grande y a los que no les interesa el bien común más que a un galápago la obra de Marcel Proust

Los prometeos de verdad suelen acabar arrastrados por el suelo después de haber sido destrozados por las fieras del populacho ya que, siendo sinceros, si nos entregaran la libertad y la justicia que tanto decimos anhelar, no sabríamos qué hacer con ellas. Así pues, nos quedamos con los falsos, esos que ocultan debajo de una túnica de igualdad su mentalidad autócrata que desprecia a esa masa a la que jura defender. No es una reflexión alegre, pero si bastante significativa. Cuando nos quejamos de que nuestros políticos son mediocres lo que estamos diciendo, en realidad, es que los mediocres somos nosotros. Y si ese roba, el otro practica el nepotismo o aquel tiene negocios turbios es porque nosotros los hemos puesto ahí.

Decimos que en el Congreso la calidad ética es ínfima y la polarización resulta cada vez más peligrosa, pero lo mismo nos pasa a todos en nuestros hogares, en nuestros trabajos, en nuestras relaciones. De ahí la defensa numantina que algunos llevan a cabo de sus líderes. Ni derechas ni izquierdas. En el fondo, nos estaos defendiendo a nosotros mismos. Como somos perezosos, queremos prometeos que nos den el fuego de los dioses y nos contentamos con héroes de guardarropía y fuegos de mentirijillas. Nosotros también somos puro efecto de teatrillo, guardarropía de lo que pudo ser un pueblo vigoroso, exigente, ilustrado.

Tenemos lo que elegimos, un puñado de demagogos insensatos a los que todo les viene grande y a los que no les interesa el bien común más que a un galápago la obra de Marcel Proust. Son nuestro reflejo, una colección de nulidades y taras morales que aparentan lo que no son y dicen lo que no hacen. Cargados de complejos y envidias, pretenden sacar pecho ante una cámara de televisión, pero no engañan a nadie. No son prometeos y por eso los dioses no les castigan. Ni siquiera miran. Son la nada, son cero, son la resta infinita. Exactamente igual que quienes les aúpan. Por eso no cabe quejarse de aquello que nos representa. Que si ellos son falsos prometeos, nosotros somos falsos ciudadanos.

Dicho lo cual, tengan ustedes un feliz lunes. Ánimo, ha vuelto el fútbol y los monigotes del corazón andan escupiéndose en los platos de Augias.