Ramón González Férriz-El Confidencial

  • Desde Mariano Rajoy y ahora con Pedro Sánchez, España ha vuelto a su posición habitual: la de una potencia media que asume sus limitaciones y que es aversa a los riesgos

En mayo de 1982, España se integró en la OTAN. En junio de 1985, firmó el Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas. En febrero de 1992, fue uno de los 12 países que firmaron el Tratado de Maastricht, la base de la Unión Europea actual. Y el 1 de enero de 1999, España formó parte del primer grupo de países que entraron en la zona euro, junto a algunos de los más prósperos y estables de Europa.

En referencia a esto último, José María Aznar, entonces presidente del Gobierno, le dijo a Victoria Prego: “Eso, para nosotros los españoles, ha sido como uno que va durante muchísimo tiempo a la estación y siempre viaja en los últimos vagones. Y entonces un día llega a la estación y se monta en el vagón principal. Pues eso es lo mismo. España llevaba ya demasiado tiempo en los últimos vagones, pero llegó un día en que dijimos: ‘A la hora que llega el tren, nosotros nos subimos en el vagón principal’. Ni más ni menos”.

Carlos Sánchez Fotografía: Sergio Beleña Vídeo: Patricia Seijas

Aznar tenía razón. Desde la Transición, la principal ambición en política exterior de los sucesivos gobiernos españoles había sido que el país se integrara plenamente en las dos grandes instituciones occidentales, la OTAN y lo que luego llamaríamos la UE y la eurozona. Era un objetivo que se remontaba al pasado, a la sensación secular de que España era un país de segunda fila, un fracaso histórico durante la modernidad, que solo podía redimirse si se hacían los esfuerzos necesarios —democráticos, económicos, militares— para sumarse de lleno al consenso de los países que le servían de ejemplo. España lo logró. Y la entrada en el euro fue una especie de confirmación final. 

Después, la prioridad de la política exterior de España sería la normalidad. Ser una potencia media. Estar en la mesa en que se tomaban las decisiones, aunque con plena conciencia de que su voz no sería tan escuchada como otras. Ser un socio fiable y razonable, y esperar a cambio cierta comprensión y apoyo en el único problema relevante que tenía y tiene en política exterior, su frontera sur. Es cierto que España incumplía sus compromisos con la OTAN sobre gasto en defensa y las reglas fiscales de la UE, pero lo mismo hacían los demás. Era un miembro más de los clubes en que cualquier país desearía estar. 

Aznar compartió muchas de estas líneas básicas de la política democrática española. Pero también las forzó. Poco después de la entrada en el euro, el país empezó a crecer mucho, debido en buena medida a la llegada de capital barato desde el exterior, porque España ya era un país fiable. Las grandes empresas, que ya habían sido liberalizadas, pero mantenían una conexión especial con el Estado, aumentaron enormemente sus inversiones en América Latina, algo que el propio Gobierno consideró más que una mera inversión exterior. Aquello era la señal de un nuevo poderío, de la influencia política que se podía ejercer en los países de América Central y del Sur, del papel especial que España ocupaba en el atlantismo y en la relación de Europa con América. El país había dejado atrás viejos problemas como la inflación y empezaba a superar otros, como el desempleo estructural, parecía. Los países amigos se solidarizaban con la lacra del terrorismo y cooperaban con nosotros en su erradicación.

La pregunta lógica se la hizo José María Aznar, pero también buena parte del país: ¿y si no éramos una potencia media, sino algo más? ¿Y si, apenas unas décadas o unos años después de celebrar que éramos un país normal que pertenecía a los mejores clubes, ya nos habíamos convertido en uno que podía aspirar a más, a liderar algunos aspectos puntuales de la política internacional? El Gobierno de Aznar respondió que España, efectivamente, podía aspirar a más. No se trataba solo de fortalecer el vínculo con Estados Unidos y América Latina, sino de empujar al resto de Europa a hacer lo mismo y dejar claro que se esperaba de todos ellos un apoyo sin cuestionamientos en lo que respectaba a Marruecos. El emblema máximo de esta postura, además de la expansión económica en América Latina y el intento deinfluir política y económicamente en algunos de sus países, fue la implicación de España en la guerra de Irak y el intento de forjar una alianza con los países de Europa del Este que acabara con la prevalencia europea de Francia y Alemania. Como es sabido, salió mal. 

La crisis financiera de 2008 no solo fue un funesto recordatorio de que la riqueza acumulada en la década anterior tenía una base mucho menos sólida de lo que se creía, sino de que la prioridad exterior de España debía limitarse, simplemente, a alcanzar acuerdos dentro de la UE que nos beneficiaran económicamente y ayudaran a nuestra relación con África. No había que ambicionar mucho más que eso. Se habían acabado las aventuras. A partir de entonces, España tendría voz como país invitado a la mesa en que se tomaban las decisiones, pero su postura reflejaría cierta consciencia de sus propias limitaciones e indiferencia hacia las grandes decisiones globales.

Así, tras Aznar, la política exterior española ha vuelto a lo que, en cierto sentido, es su esencia. Quizá José Luis Rodríguez Zapatero albergó todavía alguna que otra fantasía sobre la capacidad real de España de influir más allá de su ámbito de actuación tradicional, pero desde Mariano Rajoy y ahora con Pedro Sánchez, España ha vuelto a su posición habitual: la de una potencia media que asume sus limitaciones y que es aversa a los riesgos. De ahí surgen logros meritorios como el plan de recuperación económica tras el covid, que comparte con países como Italia, y errores absolutos como la última decisión de aceptar los planes de Marruecos para el Sáhara Occidental sin cuestionarlos. 

¿Es eso falta de ambición o realismo? En la respuesta que demos a esa pregunta se resume el legado de José María Aznar en política exterior.