Sentirse protagonista en un grupo terrorista o violento, estimulado por el riesgo y la clandestinidad y aupado por ciertos medios de comunicación, puede resultar muy atractivo cuando en la vida civil una persona se siente mediocre. Las insatisfacciones personales de toda índole encuentran fácil acomodo en los ideales patrióticos exaltados que dan cobertura al resentimiento y a la violencia».
El reciente atentado de Londres nos ha hecho recordar a los españoles otra acción terrorista: la masacre ocurrida en Madrid hace año y medio. Cuando presenciamos semejantes carnicerías humanas, lo lógico es que nos preguntemos qué es lo que hace que haya unas personas capaces de provocar tales matanzas.
Ante el horror, como seres racionales que somos, intentamos buscar respuestas que den sentido a lo que vemos. Algunos buscan explicaciones invocando la existencia de determinados conflictos, o una historia de desigualdades, humillaciones e injusticias, tesis contra la que combaten algunos intelectuales como el vasco Antonio Elorza o el italiano Giovanni Sartori. Este último sostenía recientemente que «la raíz del problema no es la desigualdad económica ni el hambre. Es el fanatismo religioso, el fundamentalismo, la exacerbación».
Con la misma explicación -la del fanatismo, aunque no sea religioso- nos encontramos cuando tenemos que buscar respuestas a otro terrorismo mucho más cercano, el de ETA que desde hace 46 años azota a España y que ha provocado cerca de novecientos muertos, miles de heridos, daños económicos cuantiosos y que ha puesto la convivencia civil en el País Vasco al borde de la quiebra.
A menudo hemos buscado para el terrorismo de ETA razones históricas, ideológicas, políticas y hasta sociológicas. Hemos hablado de la opresión del franquismo, de la ideología sabiniana, de las influencias de los movimientos de liberación o del conflicto de cohabitación entre el País Vasco y el resto de España tratando de encontrar respuestas. Hemos buscado muchas explicaciones, pero hay una que casi siempre hemos dejado de lado y es la existencia de un brote de fanatismo e intolerancia en un sector de la población.
El teólogo Alfredo Tamayo Ayestarán cuenta que una vez escuchó a un obispo decir que el País Vasco estaba enfermo y eso le llevó a reflexionar para tratar de ver si el prelado estaba en lo cierto. La conclusión a la que llegó es que el País Vasco «seguramente no está enfermo, pero es un país en donde hay muchos enfermos que adolecen de narcisismo grupal de carácter maligno que distorsiona las conciencias, lleva a la intolerancia y la agresión y no acepta la contradicción». «En otras palabras -añadía Tamayo-, a esto se le suele llamar fundamentalismo o fanatismo».
El jesuita donostiarra, que recogió sus reflexiones en el libro ‘Nacionalismo, psicoanálisis y humanismo’, denunciaba la exacerbación de ese narcisismo colectivo («nuestra nación, nuestro pueblo, nuestros orígenes, nuestros dioses, nuestra raza, nuestro genoma, nuestra historia, nuestra lengua…») y llamaba la atención sobre el parecido de estas actitudes con el nacionalismo español franquista o el alemán de los tiempos de Hitler.
En este punto cabe hacer un inciso para señalar que nadie tiene la exclusiva de la intolerancia: ni el terrorismo islamista, ni el etarra, ni ningún otro. El escritor israelí Amos Oz (‘Contra el fanatismo’) ha señalado acertadamente que «el fanatismo es más viejo que el Islam, que el judaísmo y el cristianismo. Más viejo que cualquier Estado, gobierno o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza humana. Un gen del mal, por llamarlo de alguna manera».
Cuando hablamos de fanáticos, intolerantes o fundamentalistas, enseguida pensamos en personas exaltadas, fuera de sí, descontroladas, capaces de hacer cualquier cosa, imposibilitadas para comportarse racionalmente. Es verdad que hay miembros de los grupos terroristas y de ETA en concreto que reúnen caracteres patológicos como los que ha descrito el catedrático de Psicología de la UPV-EHU Enrique Echeburua, que advierte de la importancia que en los terroristas tienen las frustraciones acumuladas en la vida cotidiana «que generan una baja autoestima y de las que se responsabiliza a otros (…). Sentirse protagonista en un grupo terrorista o violento, estimulado por el riesgo y la clandestinidad y aupado por ciertos medios de comunicación, puede resultar muy atractivo cuando en la vida civil una persona se siente mediocre. Las insatisfacciones personales de toda índole encuentran fácil acomodo en los ideales patrióticos exaltados que dan cobertura al resentimiento y a la violencia».
Algunos miembros de los grupos terroristas reúnen este perfil, pero no todos son así y, probablemente, ni siquiera la mayoría. Hace muchos años, un editorial de ‘El País’ recogía una frase que resultaba particularmente acertada para describir la realidad del terrorismo: «Detrás de cada fanático hay siempre un jefe de negociado». Es decir, detrás de cada pistolero descerebrado hay siempre un grupo de personas frías, reflexivas, que usan la violencia en función de elaborados cálculos de costes y beneficios. La violencia y el terrorismo se practican de acuerdo con estrategias racionales con el objetivo de ser eficaces para el logro de propósitos políticos, para alcanzar el poder o para imponer una determinada visión del mundo.
El esfuerzo por conseguir eficacia es la clave en la que se justifica el terrorismo. La propia ETA deja bien clara esta idea. En un documento elaborado el pasado año (‘Reflexiones sobre la lucha armada’), la dirección de la banda afirma que su mayor inquietud es «que su actividad sea eficaz». El documento sostiene que lo importante es analizar «los beneficios» que el terrorismo aporta «al proceso de liberación desde una perspectiva histórica». «Cada acción aporta algo en este largo camino y su impacto se perpetúa en el tiempo -añade-. Ya que, por supuesto, es a largo plazo cuando se puede medir el impacto de cada acción. Instalando de nuevo esta forma de lucha dentro de la globalidad, y a la vista de las consecuencias que engendra, nos damos cuenta de que contribuye a hacer que el proceso de liberación avance».
Pues bien, si queremos hacer frente al fanatismo de los etarras hay que trabajar para hacer que la violencia no sea eficaz. Hay que conseguir que tenga más costes que beneficios, que a los pistoleros el crimen no les compense de ninguna manera, ni a ellos individualmente, ni como grupo, ni para su causa. Frente a la intolerancia que representa el terrorismo, la sociedad tiene que trabajar por conseguir la derrota ideológica, política y social de los violentos. Esto puede parecer una obviedad, pero no lo es tanto. El nacionalismo, por ejemplo, nunca ha querido la derrota de ETA e, incluso, el Estado durante mucho tiempo ha intentado integrarla en el sistema democrático mediante soluciones ambiguas que disimularan esa derrota.
El Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo hizo oficial un cambio de estrategia: el PSOE y el PP mostraban su firme resolución «de derrotar la estrategia terrorista» con los medios del Estado de Derecho. Pues bien, la estrategia de derrota de ETA es antagónica de las políticas que buscan un final dialogado del terrorismo. Al menos así lo dice el lehendakari Juan José, quien, en unas recientes declaraciones, reprochaba al PP y al PSOE haber mantenido «que el objetivo era la derrota del terrorismo y no un esquema de final dialogado». Para el nacionalismo, como se ve, el diálogo es la antítesis de la derrota del terrorismo.
Florencio Domínguez. El Correo, 5/8/2005