IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Fin de campaña feo. Un mercado negro de votos, un secuestro chapucero y un racimo de candidatos socialistas por medio

La historia del secuestro de Maracena parece un ‘remake’ cutre, chusco y por fortuna incruento de ‘Fargo’, aquella película de humor negro de los hermanos Coen en la que un empresario endeudado encargaba a unos delincuentes chapuceros un rapto con rescate que se les acababa yendo a todos de las manos. En la versión celtibérica falta, menos mal, el desenlace macabro pero su guión desmañado contiene episodios cómicos involuntarios, al menos en el relato sumarial del principal encartado, un tipo bipolar que según su testimonio recibió el encargo por estar en tratamiento psiquiátrico y con la promesa de que si la cosa se ponía fea le contratarían un buen abogado. Puede ser cierto o no pero la realidad del caso es que el delito se llevó a cabo y la víctima, una concejala díscola, se libró por los pelos de un aprieto dramático. El amateurismo del secuestrador, que compró una pistola de juguete en Amazon, pondría de los nervios a Toni Soprano.

Más allá de los detalles propios de Torrente, el asunto se complica al ser todos sus personajes dirigentes y miembros del Partido Socialista, varios de ellos ligados además entre sí por lazos de familia. Gente con jerarquía: una alcaldesa –novia Tinder del ejecutor–, un vicepresidente de la Diputación granadina y el número tres –el dos en la práctica– de la organización en Andalucía, a quien Juan Espadas reclutó sin apenas conocerlo para dirigir la maquinaria operativa de una fuerza con enorme implantación institucional y política. Por añadidura, el motivo de la fechoría apunta a un intento de silenciar posibles denuncias de corrupción urbanística. Toda una bomba de relojería detonada en vísperas de unas elecciones a las que el sanchismo acude con pésimas expectativas. Peores desde que este escándalo, unido al de la compra masiva de votos, ha saltado desde los tribunales de justicia hasta una opinión pública pasmada ante la rusticidad chocante de ambas intrigas.

Y, bueno, esto podría suceder en cualquier ámbito –o no– y en cualquier sitio pero ha ocurrido en las filas del socialismo, donde el estupor había cundido desde la aparición de terroristas en las candidaturas de Bildu. Las tramas de fraude, de mercado negro, de caciquismo local y de voluntades untadas van apareciendo en Canarias, Melilla, Murcia o Mojácar, dibujando un sospechoso mapa de manipulación electoral subterránea rematado con la estrambótica peripecia de una edil amordazada en el maletero de un coche y un perturbado que ‘canta’ ante el juez una conspiración para silenciarla y señala como inductor a un diputado con vara alta orgánica. El principio de la presunción de inocencia aconseja evitar conclusiones precipitadas que pueden demostrarse falsas, pero hay una evidencia a salvo de lecturas sesgadas. Y es que, por encima de la existencia fehaciente de trampas, parece difícil estropear más y acabar peor una campaña.