IGNACIO CAMACHO-ABC
- Depositario de la memoria sentimental de su tiempo, Burgos escribía con el oído pegado al suelo donde resuenan las pisadas del pueblo
La historia del periodismo andaluz le guarda a Antonio Burgos un sitio en el parnaso donde Chaves Nogales, Juan Ignacio Luca de Tena, Montoto o Romero Murube habitan los cielos que perdimos. La historia de la autonomía tiene una deuda con el pionero que en las postrimerías de la dictadura rescató del olvido la memoria de Blas Infante y José María Osuna para crear en un ensayo crucial el inicio de una conciencia política e intelectual del andalucismo. La historia de la novela regional dedica un capítulo a su colaboración en la eclosión editorial que hizo del Sur un territorio narrativo y lo elevó a la categoría literaria de mito. La historia de Sevilla (y de Cádiz) lo recordará como precursor de un activismo capaz de levantar un estado de opinión sobre el modelo tradicional de ciudad y la destrucción del patrimonio en el nuevo urbanismo. Y el futuro lo evocará como un titán de la palabra escrita que forjó durante décadas la impronta inconfundible de un estilo.
Quizá nadie como Burgos represente mejor el vínculo sentimental y comunitario del periodismo moderno, su condición de testigo y relator cotidiano de un proceso de evolución social que sólo puede transmitirse desde un sentido de la observación minucioso, exigente, atento. Dotado de una excepcional sensibilidad para captar el pálpito de las emociones colectivas, escribió siempre con el oído pegado al suelo donde resuena el eco de las pisadas del pueblo. Su obra es un espejo stendhaliano cuyo azogue proyecta el reflejo de la contemporaneidad y lo transforma en un monumento de valor eterno. Su retrato, el de un sevillano cabal, fino, conocedor privilegiado de los secretos que la ciudad, su Vieja Dama vestida de azul cielo, esconde en los pliegues del tiempo; un hombre de lealtades duraderas que sin renunciar a su identidad esencial supo mirar el mundo con los ojos bien abiertos. Su legado, el de un compromiso a cara de perro con el oficio al que se consagró con la disciplina de un jornalero.
El cronista tiene que blindarse del dolor de la pérdida (ay, esos ‘whatsapps’ sin respuesta) para que el obituario abarque toda la grandeza objetiva de la figura desaparecida. La de un maestro de articulistas –la palabra columna no le gustaba al autor del Recuadro por antonomasia, con sus corondeles de tinta– que compartió el desayuno de miles de lectores como el pan nuestro de cada día. La de un periodista multifacético de ingenio afilado, instinto perceptivo, talento superior y mirada crítica; independiente, reservado, indómito como los gatos que integró en su familia. Un escritor poderoso, entregado, duro de fibra, difícil de trato, largo de perspectiva, insobornable ante las intrigas cortesanas y las banderías políticas. El farol de la Cruz de Guía, como el que su padre portaba en el Gran Poder, de la hermandad periodística que hoy lo llora en el gélido invierno de una orfandad abatida.