Félix de Azua-El País
Que todavía alguien crea a esa gente, que ha convertido a Cataluña en un chiste de ‘Charlie Hebdo’ por amor a la patria, nos sitúa de nuevo en el franquismo más vivo y codicioso
Cuando éramos estudiantes universitarios, allá por los años setenta, ni el más idiota se confundió sobre el asunto del amor a España. Es otra de las salvajadas por las que debemos superar nuestro escepticismo acerca del nombre de España. En aquellas fechas vimos con estupor que quienes más decían amar a la nación, los patriotas radicales y furiosos, los que estaban dispuestos a colgarte de un puente si negabas a España, eran también los que la destruían concienzudamente. Fueron los exaltados nacionalistas del franquismo los que convirtieron las costas españolas, de Cadaqués a Cádiz, en un inmenso burdel de ladrillo. Destrozaron el litoral como nunca lo hicieron los franceses, los portugueses o los italianos con el suyo.
Simultáneamente, los amantes de la nación destruyeron las poblaciones intermedias del país con grotescos rascacielos en medio de la nada y el derribo de todo lo que fuera monumental para poner en su lugar churrerías. Ni el más idiota pudo creer jamás que el prostíbulo en el que estaban convirtiendo a las Baleares o la Costa del Sol fuera fruto del amor a la nación. Era demasiado conspicuo que quienes vendían la tierra eran los dueños del lugar y quienes construían eran sus jefes políticos. Así se hizo la España moderna, ese adefesio que aún no se ha podido remediar.
Por eso resulta desolador que en Cataluña haya tanto creyente que se tome en serio a la docena de megalómanos y corruptos, Pujol en cabeza, que ha llevado a su comunidad al mayor ridículo de su historia. Que todavía alguien crea a esa gente, que ha convertido a Cataluña en un chiste de Charlie Hebdo por amor a la patria, nos sitúa de nuevo en el franquismo más vivo y codicioso. Sus sucesores: la religión nacional al servicio de las sanguijuelas.