ABC-IGNACIO CAMACHO

Con su pacifismo impostado, estos sócrates de guardarropía prometen reincidir en su designio más tarde o más temprano

LA duda esencial que dejaron, en su última intervención en el juicio, los acusados del procés es la de si realmente se creen lo que dicen o se trata de una fenomenal impostura para mantener ante sus partidarios el mito pseudogandhiano de la «revolución de las sonrisas». Si se consideran en verdad apóstoles de la no violencia, mártires de la libertad, o sólo se afanan por estimular con un sobreactuado victimismo la solidaridad de los catalanes separatistas. Si se trata de esto último, tendría un sentido dentro de la estrategia de representación actoral que siempre forma parte del ejercicio de la política. Pero si se sienten, como con tan aparente convicción afirman, objeto de una persecución inquisitorial y reos de una formidable injusticia, entonces estamos ante un trastorno cognitivo alarmante en personas que han desarrollado importantes responsabilidades en instituciones representativas. Disfunción que no sólo les afectaría a ellos sino a la notable porción de catalanes que sigue sus consignas con credulidad intelectualmente sospechosa en miembros de una sociedad que presume de desarrollada e instruida.

Porque es imposible –y si es posible resulta aún más inquietante– que a ningún independentista se le pase por el caletre la simple posibilidad de haber cometido un atropello contra al menos la mitad de los habitantes de Cataluña que rechazan su proyecto. Que esa generosa alteridad, la sensibilidad hacia los otros proclamada en sus lacrimógenos alegatos por los líderes del proceso, haya pasado por encima de quienes estaban en desacuerdo atropellando sus derechos sin el más mínimo remordimiento. Que personas inspiradas por un pacifismo tan cabal y un humanismo tan recto hayan intentado despojar de su nacionalidad a sus conciudadanos en nombre de unos sentimientos sin manifestar por los de los demás un ápice de respeto. Que estos mandelas y sócrates de vía estrecha, y su masa de partidarios, no contemplen ni de lejos la mera hipótesis de estar imponiendo a las bravas su doctrina mitológica del destino manifiesto. Que ninguno de ellos sea capaz de entender, aunque sus limitaciones mentales les exijan un cierto esfuerzo, el simple concepto de que la democracia y la convivencia no son compatibles con el desprecio a las leyes que se ha dado a sí mismo el pueblo.

Así que o estamos ante un hatajo de farsantes o ante una gavilla de iluminados. Tanto en un caso como en otro, lo peor no es su lógica protesta de inocencia sino su voluntad expresa de reincidir en su designio iluminado. Su amenazador anuncio de que volverán a intentarlo tarde o temprano. Su negativa a reinsertarse en la comunidad cuyas normas de funcionamiento han quebrado. Y la desoladora constatación de que con esa declaración de intenciones, el Estado supuestamente autoritario ha permitido que prometan en falso acatar la Constitución para recibir unas actas de diputado.