EL MUNDO 30/06/16
LUIS VENTOSO
· Habría tantas causas para las fachadas de los edificios públicos…
COMO alguien me va a arrojar la fácil etiqueta («homófobo»), arranco con una aclaración: estoy a favor de la ley que permite la unión administrativa de personas del mismo sexo, porque creo que no se puede marginar a nadie por una sexualidad que le ha venido dada en la cuna, que simplemente es su naturaleza. En mi infancia en un caro e incompetente colegio clerical –y digo lo de incompetente porque nos enseñaban poco y mal– observé desde edad temprana cómo algunos compañeros pasaban por un acoso cruel y constante solo porque eran «diferentes», es decir: homosexuales. Celebro los avances liberales que permiten que hoy esas personas puedan disfrutar de su vida con normalidad, lo que supone también un gran alivio para sus familias, que hasta hace unos años vivían a veces como un estigma el tener en casa a alguien a quien le gustaban las personas de su mismo sexo.
Dicho lo anterior, como siempre entre lo sublime y lo ridículo media un paso. Una cosa es reconocer los derechos de las personas homosexuales y transexuales, y otra convertir el asunto en un eje medular de nuestra vida pública y engalanar los edificios oficiales con las banderas del Orgullo Gay. Nuestros alcaldes del populismo neocomunista esgrimen los estandartes arcoíris porque necesitan causas distintivas con las que enmascarar sus dos problemas: su carencia de ideas concretas y su espectacular torpeza a la hora de gestionar, que acaban de merecer un rejón en las urnas. El asunto se torna puro sarcasmo cuando hablamos de Podemos. Es un insulto a la comunidad gay que se erija en su paladín un partido cuyo líder gozó de un púlpito televisivo pagado por la teocracia iraní, que en el siglo XXI sigue ahorcando de las grúas a los «pecadores» homosexuales. Además, muchas personas homosexuales no se sienten en absoluto representadas por unos desfiles que incurren en una exaltación chabacana del sexo –un asunto privado–, unas marchas histriónicas y, seamos sinceros, bastante cutres.
Antes de engalanar los «ayuntamientos del cambio» con la bandera arcoíris, a lo mejor sería interesante enarbolar la de las mujeres heterosexuales, un colectivo muchísimo más amplio, que padece récords de asesinatos, o exmaridos que no pasan la manutención de los hijos, o que siguen marginadas en las cúpulas directivas y, de manera inaudita, cobran menos que los hombres ejerciendo idénticos puestos. Tampoco estaría mal otra bandera para denunciar la paupérrima política de ayudas a la familia clásica (la que forman desde que el mundo es mundo una mujer y un hombre, y disculpen el desliz retrógrado), algo gravísimo en un país como España, con un aterrador problema demográfico.
Así que le diríamos a la jovial Cifuentes que no sufra tanto sobre si al PP lo invitan o no a la marcha madrileña del orgullo gay. Puede aprovechar el rato para meditar sobre las diferencias entre política cosmética y gestión real. No se desvele la presidenta, que de desfilar en las carrozas con las drag queen ya se encargará Doña Manuela, que con tal de no currar en el despacho no hay sarao al que no se lance. Aquí y en América.