CONSUELO ORDOÑEZ-EL CORREO

  • Mientras no haya voluntad de aislar a los violentos, de cortarles el oxígeno político que les alimenta, seguiremos siendo una sociedad presa del fanatismo

El entorno de ETA siempre nos hizo sentir culpables a las víctimas del asesinato de nuestros familiares, de los atentados o de la persecución y las amenazas que sufrimos. El mantra del «algo habrá hecho» arraigó de forma tan intensa en la sociedad vasca que las víctimas fuimos invisibles durante décadas. Hoy, por suerte, por lo general hemos evolucionado y las víctimas ya no estamos tan arrinconadas como estuvimos, pero una parte de la sociedad vasca sigue anclada en la justificación de la violencia.

La respuesta que han dado los de Arnaldo Otegi cuando se les ha interpelado por la agresión a un ertzaina en Vitoria al grito de «zipaio, ¿qué haces aquí» o por el veto a otra ertzaina en las fiestas de Mutriku, precisamente por ser ertzaina, o la agresión al hijo de Carlos Iturgaiz por ser hijo de un dirige del PP han puesto de manifiesto, una vez más, sus perversos mecanismos para normalizar la violencia. Los agresores y sus defensores se consideran víctimas y procuran convencer de ello a los demás. «Estaba provocando», «son represores», «nos vigilan», «es un montaje policial», dicen. El clásico repertorio de inercias que hasta hace bien poco silenciaban los asesinatos y que hoy sirven para hacer fácilmente digerible el matonismo que de vez en cuando practican.

Como explica Luis Castells en su capítulo de ‘Lecturas de la violencia vasca. Un pasado presente’, un pilar fundamental del terrorismo de ETA fue el efecto «absorbente y fascinante» que tenía la propia violencia sobre quienes la ejercían, y que generó una espiral de la que era difícil escapar por el impacto «envolvente y multiplicador» que provocaba. Esa fascinación por la violencia llegó a convertirse en un elemento «estructurante y vertebrador» del proyecto político de ETA, en palabras de Castells. Ese proyecto es el que hoy representan EH Bildu y Sortu, aunque traten de enmascararlo con distintas fórmulas de posibilismo político.

Es imposible creer a los dirigentes de EH Bildu cuando dicen sentir el sufrimiento causado

La fascinación por la violencia tiene una traslación explícita al espacio público, donde la presencia de los asesinos de ETA resulta, en ocasiones, asfixiante. Las manifestaciones, pintadas o pancartas de apoyo a ETA, así como las peticiones inequívocas de impunidad para sus terroristas, forman parte del paisaje vasco desde hace mucho tiempo. Una cuestión que se intensifica en ciertos contextos como las fiestas veraniegas. Organizaciones como Sare, Etxerat, Bake Bidea o los Artesanos de la Paz actúan como auténticos ‘lobbies’ de presión gracias al respaldo que obtienen de EH Bildu, y proclaman de forma constante que los quieren «libres y en casa». ¿A quiénes? A los asesinos de ETA presos. No hay eufemismo que oculte su convicción de que el terrorismo de ETA fue necesario, justo y legítimo.

Episodios como las agresiones contra la Ertzaintza o contra policías municipales y concejales del Ayuntamiento de Pamplona en San Fermín, que no han sido condenados por EH Bildu, revelan que esa fascinación por la violencia continúa siendo el cordón umbilical que cohesiona la base social de la izquierda abertzale. No solo no condenan la violencia, sino que en ocasiones siguen alentándola. Un ejemplo de ello fue el intento de bloqueo de carreteras, del aeropuerto de Biarritz o del transporte público que tuvo lugar el pasado 23 de julio en el País Vasco francés, organizado por los Artesanos de la Paz y Bake Bidea, y plenamente respaldado por todos los portavoces y líderes de EH Bildu. El objetivo de condicionar la vida pública del País Vasco francés mediante la violencia y la intimidación era reclamar la excarcelación de los sanguinarios terroristas Jean Parot y Jacques Esnal, ambos responsables de múltiples asesinatos, cuya libertad condicional fue recurrida por la Fiscalía Antiterrorista francesa.

Por todas estas razones es imposible creer a Mertxe Aizpurua cuando dice en el Congreso de los Diputados que sienten «enormemente» el sufrimiento causado. Como también fue imposible creer a Arnaldo Otegi y Arkaitz Rodríguez en su famosa declaración de Ayete de octubre de 2021. Sus palabras nunca se corresponden con los hechos. Para contribuir de verdad a una convivencia en paz y libertad en este tiempo post-ETA deben condenar y desmarcarse de todo lo que fue ETA: una estrategia criminal a gran escala, enemiga de la democracia y de los derechos humanos, que se alimentó del odio y de una radicalización violenta permanente para cometer miles de crímenes. No fue un fenómeno que surgió de manera espontánea.

Recomponer el tejido moral dañado no atañe exclusivamente a quienes perpetraron esos crímenes, sino también a quienes fomentaron -y fomentan- un contexto político y social que favorece la violencia y la legitima. Mientras no haya voluntad de aislar a los violentos, de cortarles el oxígeno político que les alimenta, seguiremos siendo una sociedad presa, en mayor o menor medida, del odio y del fanatismo.