Contra Franco se programa mejor, podría decirse (a pesar de llevar éste fallecido 45 años) en la medida, y esto es verdad, en que el antifranquismo sigue movilizando el voto. Y es que muchos siguen en esa trinchera, la antifranquista, a riesgo de que, si salen de ella, nada tengan que ofrecer a la sociedad española (salvo su división y ruina).
Lo acabamos de ver esta semana en el Congreso cuando un diputado de ERC, con ese aire de superioridad que le caracteriza, confrontaba «la democracia», que se supone representan él y su partido republicano (obviando su naturaleza separatista), con el «fascismo», que se supone representa el rey, como los partidos que lo apoyan (y todo ello a cuenta de la inhabilitación de Joaquín Torra como máximo representante de España en la región catalana).
Pues bien, la republicana, así se identifica ella misma en su narración, Clara Campoamor, pone en solfa, pone en cuestión, eso de que la insurrección del 36 contra el gobierno del Frente Popular se pueda concebir como un «fascismo» contra «la democracia».
En su libro (publicado en francés en el 37, y no traducido al español hasta el año… 2005, por Luis Español, en una edición estupenda), en ese capítulo IX, advierte, clara, Campoamor lo siguiente: «El alzamiento ha sido calificado desde el principio como ‘fascista’. Conviene sin embargo no dejarse embaucar por falsas ideas que simplifican en exceso tan compleja cuestión». Y continúa diciendo, apelando a la autoridad de Prieto, en el gobierno en ese momento, para desacreditar esa idea: «El gobierno republicano, a través del órgano de su intérprete cualificado, el Sr. Indalecio Prieto, creyó ser su deber -sin duda por buenos motivos- el borrar esa idea simplista del espíritu del público tanto fuera como dentro de España» al hablar Prieto, dice Campoamor, de un «movimiento insurreccional extenso y complejo cuyos objetivos y alcance nos son totalmente desconocidos».
O sea, concluye Campoamor, que oficialmente (Prieto es portavoz del gobierno) no se caracteriza a la sublevación como un movimiento fascista (o por lo menos no totalmente). Tampoco el bando insurrecto se considera fascista a sí mismo, continúa Campoamor, ni siquiera mostraron al principio unidad, incluso algunos se sublevan en nombre de la república (envueltos en su emblemática, himno, escudo o bandera).
«¿Fascismo contra democracia? No, la cuestión no es tan sencilla. Ni el fascismo puro, ni la democracia pura alientan a los dos adversarios», dice doña Clara, y a partir de aquí hace una relación de las posiciones ideológicas, variopintas (incluso bajo el prisma de la distinción izquierda/derecha), que están insertas en cada bando, que hace imposible esa simplificación que alinea biunívocamente a los sublevados con el fascismo y a los gubernamentales con la democracia. Así, concluye Campoamor el capítulo, «democracia o fascismo que se pretende inscribir en las banderas de los gubernamentales o de los insurrectos son del todo exageradas y no permiten explicar los objetivos de la guerra civil ni justificarla».
Esto lo supo ver Campoamor sin que la guerra hubiera concluido, ni mucho menos (acababa de empezar) y, sin embargo, hoy, a casi cien años del estallido de la guerra, se cae en esa simplificación constantemente. Es más, es casi la versión oficial y la moneda más corriente, sobre todo, entre aquellos que basan su arribismo en un permanente estado de «alerta antifascista».