Juan Carlos Girauta-El Debate

  • Ofrezco un recordatorio público de mis defectos, lista no exhaustiva: soy impaciente, me sulfuro en situaciones donde el silencio inmóvil funcionaría mejor, he malgastado mucho tiempo y una energía que no recuperaré con compañías —y en proyectos— que no lo merecían

No suelo hablar —mucho menos escribir— de religión. No sé con qué autoridad podría permitírmelo. Si lo hago hoy en la segunda parte de esta columna es porque presiento la llegada de algo excepcional. Excepcional en la historia como los grandes cambios de paradigma, cuando lo que varía no son las respuestas a las preguntas que llevamos siglos haciéndonos sino las preguntas mismas. Excepcional para la trascendencia de dicha historia en la forma articulada por la religión católica. Nadie vea trazas apocalípticas. Es mera sensibilidad para la identificación rápida de pautas, uno de los pocos dones que me adornan. Sé que uno no debe glosar sus virtudes. Por eso, a cambio de la mínima confianza que pido al lector acerca de mi, digamos, sentido de orientación en el caos, ofrezco como compensación un recordatorio público de mis defectos, lista no exhaustiva: soy impaciente, me sulfuro en situaciones donde el silencio inmóvil funcionaría mejor, he malgastado mucho tiempo y una energía que no recuperaré con compañías —y en proyectos— que no lo merecían, no valgo para la música (ustedes creerán que esto no es un defecto; discrepo, en mi caso es una carencia imperdonable), de joven fui sumamente desconsiderado con personas que no lo merecían porque creía —estúpido de mí— estar siempre en lo cierto. Estoy seguro de que los trolls que trabajan ensuciando los comentarios a mis columnas alargarán la lista.

Y ahora la fe. La tuve pura y dorada de niño. Entre la escuela y el MBA de ESADE, he sido instruido en instituciones de los jesuitas durante trece años. Los once decisivos fueron los que van de mis siete a mis dieciocho. Aquella educación, por otra parte excelente, me quitó la fe, o al menos la ensombreció, la envió a algún lugar muy escondido de mi interior. Eran los últimos años sesenta y todos los setenta. Sé que la Compañía atravesaba entonces tribulaciones y tempestades políticas que trasladó a la educación, su arte mayor. En los últimos meses he sabido que tres de los sacerdotes más influyentes en mi escuela (los jesuitas de Caspe, en Barcelona) estuvieron implicados en abusos sexuales. La triste sorpresa ha sido mayúscula: jamás percibí signo alguno de tal cosa. En las clases de religión, durante el BUP, estudiábamos a Sartre, a Camus, a Nietzsche, a Unamuno. Siempre he agradecido aquella introducción temprana a autores imprescindibles. Lo raro es que le llamaran «religión» a aquel concreto aprendizaje. Recuperé la fe tras una interrupción demasiado larga para retomar los hábitos de infancia que en el catolicismo resultan ser preceptivos, lo que me ha conducido a una relación con la trascendencia bastante peculiar: tengo mi castillo interior, creo en el Redentor, lo tengo presente a diario y de algún modo me sé sostenido por Él. Pero no me siento autorizado a intervenir en el debate público de los católicos. Un debate que va a ser crucial en el mundo que llega. Callo pues, y me digo con Santa Teresa de Jesús que «solo Dios basta».