- Naturalmente, las ofensas no alcanzan al Señor, ni tampoco a quienes tal extremo comprenden, pero sí a los mejores creyentes: los sencillos
Cada vez que asoma el odio contra el catolicismo, que siempre es odio contra los católicos, la nación intangible se estremece. Es un reflejo condicionado por la historia. Nación intangible no significa nada para quien solo reconoce existencia a lo material. Tampoco para los cortos de entendederas que tildan de nacionalista a cualquiera que invoque la nación. Al menos este tipo de confusión se puede reconducir al ámbito del lenguaje. Por mi parte, no llamo nación a nada que no posea un Estado. Extender este uso podría evitar problemas, puesto que toda colectividad que reclama su condición de nación acaba exigiendo su propio Estado de forma inexorable. Aunque cuelguen adjetivos como «cultural» o «histórica», cosa que torpemente ha hecho Feijóo con Galicia, con Cataluña y con las Vascongadas.
Los que profesan una fe y, encima, tienen tranquilamente una nación (tan tranquilamente como para no querer fastidiar a nadie porque no necesitan ser nacionalistas) son tan afortunados que despiertan la envidia de los que viven en continuo malestar. O, mejor dicho, en el remolino anímico de dos malestares de furiosa corriente. El primer malestar lo causa una limitación del intelecto que les impide acotar el concepto de nación de modo que se preserve la íntima verdad de una herencia de gran valor, y que lo haga sin aristas (salvo para los que actúen contra la pervivencia de su nación). Aquí hay que subrayar, incluso advertir, algo importante: para que la nación española se defienda al ver amenazada su existencia es indiferente que el Estado y las élites sean fieles o traidores. Lo acabará haciendo. Baste recordar la Guerra de la Independencia.
El segundo malestar viene de un dogmatismo extemporáneo e irritante: el de los ateístas. No hablo de ateos, no hablo de ateísmo (DRAE: convicción de la persona atea / condición de ateo). Hablo de ateístas, personas que padecen una obsesión enfermiza que sugiere una furiosa religión inversa. Su pesadez resulta de una pulsión que no es intelectual, aunque lo pretenda, ni obviamente espiritual. Solo buscan que su malestar se extienda. Distinto es el ateo, alguien genuinamente concernido por la trascendencia que no halla. La Iglesia católica propicia el diálogo con los ateos; el renovado Atrio de los Gentiles de Benedicto XVI es la prueba, así como innumerables escritos del mismo Papa intelectual. Lo mismo vale para el agnóstico, que, como es lógico, se recoge en su duda o indefinición. El ateísta es bien distinto. En lo intelectual, es peor que el islamista (espero que no haga falta aclarar la diferencia entre islam e islamismo). ¿La afirmación les parece exagerada? Reléanla. El islamista en lo intelectual, y el musulmán formado, se siente más ofendido por la ridiculización, vejación o insultos a Jesús que la inmensa mayoría de los cristianos europeos. Naturalmente, las ofensas no alcanzan al Señor, ni tampoco a quienes tal extremo comprenden, pero sí a los mejores creyentes: los sencillos. A esa miserable bajeza se dedica el Ministerio de Exteriores. Aparte de trabajar contra España.